Abstemio de Dios. Deicida confeso
I
Tú no eres un ateo. Eres un abstemio de Dios. Estas palabras me las dijo Gerardo Ortega y confieso que me encantaron. Nadie había podido hacer una mejor definición de mis (no) creencias. Soy, en efecto, un abstemio de Dios, alguien que con sufrimiento se mantiene al margen del vicio de creer. Dios me falta como la bebida al alcohólico.
Mi ateísmo es ontológico, no científico. No soy ateo porque crea únicamente en aquello que veo y es científicamente demostrable. Al contrario; soy ateo porque creo que hay algo mucho más profundo, mucho más complejo, mucho más inexplicable y fantástico como para reducirlo en la cómoda jaulita de un dios-juez. Un dios demasiado humano, hecho a la medida de nuestras necesidades. Por la humildad de saberme nada, brizna de polvo en el caos de un universo inabarcable, es que no puedo reducir las cosas a algo tan simple.
A veces me gustaría experimentar el ateísmo científico de Luís. Su expresión “aunicórnico”, es de antología. Advierto que pienso plagiarla. Se da por hecho que los unicornios no existen y por tanto es una perogrullada proclamar tu no creencia en ellos. El problema es que yo puedo aplicar la fórmula aunicórnica a Dios.
En el fondo, yo soy un ateo que piensa demasiado en Dios, un deicida que carga a cuestas el cadáver de su víctima. Y sí, debo aceptar que el cadáver de Dios es un peso en mi espalda (¿sería muy cursi decir mi alma?)
En teoría sólo creo en la nada, en el caos, en el vacío abismal y sin embargo siempre pienso en Dios, en su omnipresente cuerpo putrefacto. Pienso en Dios para odiarlo y pensar que me odia, pero pienso en él. En el fondo, dedico mucho de mi tiempo a eso que llaman oración. No puedo jurar que moriré en el ateísmo, aunque considero muy difícil que vuelva a pertenecer a una religión. Pero el deicidio es también un acto de fe, mi único acto de fe. El deicidio es un sacramento. Me formé en un hogar católico y un día dije no a Dios y lo saqué a patadas de mi mente. Mi razón decidió sepultarlo. Primero blasfemé contra su iglesia pero a los 16 años decidí que aunque su representación humana fuera perfecta, la hipótesis de su existencia es inútil.
Necesitaría pasar algo muy duro en mi vida para que volviera a profesar un credo, algo que sacudiera mis estructuras, un auténtico terremoto espiritual. No digo que de esta agua no beberé. Mi reconversión sería la prueba de que el poder de Dios es infinito. La supervivencia de mi eterno deicidio la prueba de su inexistencia.
El mío es un ateísmo profundamente místico. Dios, su cadáver, la terrible mentira de su concepto o su sombra al acecho, ocupan constantemente mis pensamientos. Soy un ateo con estructura mental de creyente, un deicida que cada noche intenta hablar con el dios que ha matado.