Volcanes
Las últimas dos noches he soñado con volcanes. Aunque diferentes en entorno y circunstancias, ambos sueños tienen un común denominador: los volcanes están a punto de hacer erupción y yo trato de llegar hasta ellos para presenciar el momento. En el primer sueño el volcán es el Paricutín y desde algún balneario mexicano viajamos contra reloj por la carretera para poder llegar justo al momento del estallido. En el segundo sueño, el de anoche, el volcán no tiene nombre, pero está entre unas sierras frías, entre bosques de coníferas. Ahí me hospedo en un hotel en lo alto de una montaña y aunque nadie sabe a ciencia cierta la ubicación del volcán, su erupción es inminente. En ambos casos mi interés es periodístico y mi meta es poder tomar la foto de la lava brotando del cráter. En ningún caso se explica cómo es que tengo la certeza de la inminencia de la erupción, pero no se trata de un presagio o una intuición, sino de algo que doy por hecho que ocurrirá. Al final, en ninguno de los dos sueños alcanzo a ver el estallido. Ignoro si Freud dio alguna interpretación a la figura del volcán en el subconsciente. Lava que arde en el centro de la tierra, estallido y destrucción. Algo se cocina en las entrañas. Algo hierve en el subterráneo. Una erupción se aproxima.
Sol de Septiembre
Sol moribundo de septiembre, deshojando sus últimos rayos sobre los bulevares rotos de Tijuana. El verano yace en su lecho de muerte. La noche tiene cada vez más prisa en cubrirnos con su manto. Septiembre está aquí, con su cara de agonía, con su olor de presagio. Muchos fantasmas habitan en la inminencia del otoño, demasiados recuerdos pueblan estos atardeceres tempranos. Septiembre vestido de calma, de engañosa monotonía. Septiembre plagado de escondites empeñados en disimular el aliento de las tinieblas.
Las últimas dos noches he soñado con volcanes. Aunque diferentes en entorno y circunstancias, ambos sueños tienen un común denominador: los volcanes están a punto de hacer erupción y yo trato de llegar hasta ellos para presenciar el momento. En el primer sueño el volcán es el Paricutín y desde algún balneario mexicano viajamos contra reloj por la carretera para poder llegar justo al momento del estallido. En el segundo sueño, el de anoche, el volcán no tiene nombre, pero está entre unas sierras frías, entre bosques de coníferas. Ahí me hospedo en un hotel en lo alto de una montaña y aunque nadie sabe a ciencia cierta la ubicación del volcán, su erupción es inminente. En ambos casos mi interés es periodístico y mi meta es poder tomar la foto de la lava brotando del cráter. En ningún caso se explica cómo es que tengo la certeza de la inminencia de la erupción, pero no se trata de un presagio o una intuición, sino de algo que doy por hecho que ocurrirá. Al final, en ninguno de los dos sueños alcanzo a ver el estallido. Ignoro si Freud dio alguna interpretación a la figura del volcán en el subconsciente. Lava que arde en el centro de la tierra, estallido y destrucción. Algo se cocina en las entrañas. Algo hierve en el subterráneo. Una erupción se aproxima.
Sol de Septiembre
Sol moribundo de septiembre, deshojando sus últimos rayos sobre los bulevares rotos de Tijuana. El verano yace en su lecho de muerte. La noche tiene cada vez más prisa en cubrirnos con su manto. Septiembre está aquí, con su cara de agonía, con su olor de presagio. Muchos fantasmas habitan en la inminencia del otoño, demasiados recuerdos pueblan estos atardeceres tempranos. Septiembre vestido de calma, de engañosa monotonía. Septiembre plagado de escondites empeñados en disimular el aliento de las tinieblas.