Pasos de Gutenberg
El espejo equivocado
Daniel Leyva
Editorial Joaquín Mortiz
Apenas en la segunda o tercera página de El espejo equivocado, hay algo que a uno le queda más claro que el agua: el autor es poeta antes que narrador. Pareciera como si Daniel Leyva quisiera machacarlo en cada párrafo, dejar sentado que antes de contar una historia está la irrenunciable vocación de agarrar el lenguaje por los cuernos y jugar con él en todas las formas posibles. Tal vez sea un prejuicio, pero casi siempre sucede con los poetas que se meten a narradores. La tentación por lo lírico no los abandona nunca y la palabra narrada, secuestrada cual bien mostrenco por la pluma del poeta, es arrastrada al extremo de sus posibilidades rítmicas. El autor ante todo se divierte con su juego y es que en el caso concreto de esta novela de Leyva, es un ejercicio lúdico en todo el sentido de la palabra.
Ya inmerso en la alta mar de la novela, el lector cae en la cuenta de estar atrapado en un juego de espejos. Leyva no hace desmerecer el título de su obra y hace caer al lector en las trampas de los reflejos.
?Esta historia no inicia cuando el huésped escucha en el celular la noticia del asesinato del gobernador y el vacío de poder creado en el estado de Velazqueta le causa su única tristeza?. Es decir, lo primero que se define es el lugar y el hecho culminantes, en donde no comienza la historia, sino, en todo caso, su reflejo, una consecuencia inevitable, un juego de causa y efecto con cara de tragedia griega.
La virtud del narrador, aparte de sostener el rítmo de su prosa en cada página, está en la de poder salir con banderas desplegadas de su arriesgada apuesta narrativa. En la más pura tradición latinoamericana, Leyva se la juega con la historia de una estirpe. Una historia que se desarrolla a lo largo de cuatro siglos, la de los Velázquez o Velazqueta, que mutan su apellido y con ello parecen destinados a condenarse, al más puro estilo de personajes de Sófocles.
En el Siglo XVI, un grupo de aventureros españoles, extremeños habían de ser, empiezan a sentir hambre de Nuevo Mundo y se hacen a la mar, llevando en la estela que deja el barco un destino, maravilloso, trágico e inevitable. La fatalidad amarrada a la cintura y la trampa del espejo como norma de juego. Una historia con vocación barroca, que bien pudiera compararse con el fresco de una iglesia virreinal del Bajío o si se quiere, un mural de Siqueiros, aunque por momentos recuerde a Los caprichos de Goya. Lo menos que puede uno reconocerle a su autor, es su ambición al arriesgarse a un coro de personajes que en ningún momento se le caen de las manos.
Ahora que también se puede afirmar que la historia es, si se quiere, un experimento lúdico, una cracajada satírica sobre los usos y costumbres de la política mexicana, marcada más por sus vicios que por sus virtudes, de amores, ambiciones, deseos e inevitables traiciones, de políticos pobres y pobres políticos, de fauna habitante de siniestros ministerios, de pecados capitales ataviados con el ropaje de la virtud, todo ello salpicado con la dosis necesaria de picardía y con la garantía de que cada letra está escrita con tinta de poeta.
El espejo equivocado
Daniel Leyva
Editorial Joaquín Mortiz
Apenas en la segunda o tercera página de El espejo equivocado, hay algo que a uno le queda más claro que el agua: el autor es poeta antes que narrador. Pareciera como si Daniel Leyva quisiera machacarlo en cada párrafo, dejar sentado que antes de contar una historia está la irrenunciable vocación de agarrar el lenguaje por los cuernos y jugar con él en todas las formas posibles. Tal vez sea un prejuicio, pero casi siempre sucede con los poetas que se meten a narradores. La tentación por lo lírico no los abandona nunca y la palabra narrada, secuestrada cual bien mostrenco por la pluma del poeta, es arrastrada al extremo de sus posibilidades rítmicas. El autor ante todo se divierte con su juego y es que en el caso concreto de esta novela de Leyva, es un ejercicio lúdico en todo el sentido de la palabra.
Ya inmerso en la alta mar de la novela, el lector cae en la cuenta de estar atrapado en un juego de espejos. Leyva no hace desmerecer el título de su obra y hace caer al lector en las trampas de los reflejos.
?Esta historia no inicia cuando el huésped escucha en el celular la noticia del asesinato del gobernador y el vacío de poder creado en el estado de Velazqueta le causa su única tristeza?. Es decir, lo primero que se define es el lugar y el hecho culminantes, en donde no comienza la historia, sino, en todo caso, su reflejo, una consecuencia inevitable, un juego de causa y efecto con cara de tragedia griega.
La virtud del narrador, aparte de sostener el rítmo de su prosa en cada página, está en la de poder salir con banderas desplegadas de su arriesgada apuesta narrativa. En la más pura tradición latinoamericana, Leyva se la juega con la historia de una estirpe. Una historia que se desarrolla a lo largo de cuatro siglos, la de los Velázquez o Velazqueta, que mutan su apellido y con ello parecen destinados a condenarse, al más puro estilo de personajes de Sófocles.
En el Siglo XVI, un grupo de aventureros españoles, extremeños habían de ser, empiezan a sentir hambre de Nuevo Mundo y se hacen a la mar, llevando en la estela que deja el barco un destino, maravilloso, trágico e inevitable. La fatalidad amarrada a la cintura y la trampa del espejo como norma de juego. Una historia con vocación barroca, que bien pudiera compararse con el fresco de una iglesia virreinal del Bajío o si se quiere, un mural de Siqueiros, aunque por momentos recuerde a Los caprichos de Goya. Lo menos que puede uno reconocerle a su autor, es su ambición al arriesgarse a un coro de personajes que en ningún momento se le caen de las manos.
Ahora que también se puede afirmar que la historia es, si se quiere, un experimento lúdico, una cracajada satírica sobre los usos y costumbres de la política mexicana, marcada más por sus vicios que por sus virtudes, de amores, ambiciones, deseos e inevitables traiciones, de políticos pobres y pobres políticos, de fauna habitante de siniestros ministerios, de pecados capitales ataviados con el ropaje de la virtud, todo ello salpicado con la dosis necesaria de picardía y con la garantía de que cada letra está escrita con tinta de poeta.