A la literatura, y al periodismo escrito también, los han matado en nombre del radio, del cine, de la televisión. No es de extrañarse; al radio lo mataron en nombre de la tele, a las salas de cine las mataron en nombre de la video casetera y últimamente a los modernos les da por inmolar todo en el altar de sacrificios de su verdugo favorito: El internet. La red, dicen, será un Leviatán insaciable que acabará por llevar a sus fauces todo cuanto encuentre a su paso. La literatura, como siempre, está en la lista de potenciales víctimas, si bien jamás le han faltado heraldos que convocan a su funeral. De todas sus formas, la novela parece ser la favorita de los verdugos de la modernidad. He perdido la cuenta de las veces que he escuchado a la gente hablar de la muerte de la novela. Al cuento tradicional, o al menos en las formas en que lo concibieron Poe, Chejov y Quiroga, también le han querido otorgar su acta de defunción.
Y sin embargo, la literatura se mueve y está moviéndose más que nunca. Como esas especies animales sobrevivientes de las glaciaciones capaces de mutar sus pulmones de pez en un aparato respiratorio de anfibio que a su vez se transformará en mamífero, la literatura muestra un fascinante proceso evolutivo de adaptación a las nuevas tecnologías.
Y sin embargo, la literatura se mueve y está moviéndose más que nunca. Como esas especies animales sobrevivientes de las glaciaciones capaces de mutar sus pulmones de pez en un aparato respiratorio de anfibio que a su vez se transformará en mamífero, la literatura muestra un fascinante proceso evolutivo de adaptación a las nuevas tecnologías.