Seguimos con los fragmentos de cuentos. Aquí se narra brevemente el debate surgido en torno al nombre que debía llevar la niña que parió la puta de Aquilea-
No se como se llama este cuento. Por ahora es narrativa de probeta.
-La nueva disputa familiar surgió por el nombre que debía llevar la niña recién nacida. La Abuela Obdulia se aferró a respetar el santoral pero Aquilea no quería un nombre de criada. Su hija sí que era gringa de verdad, nacida en Los Angeles, lejos del pinche rancho de Jiquilpan. Tenía que hablar inglés, llevar un nombre de aquí, Jennifer, para que le dijeran Jenni. La Abuela no pudo soportar la idea. Si la niña no llevaba el nombre santo no escucharía el llamado del Creador cuando muriera y se quedaría en el purgatorio con su Jennifer pagano. Aferradas madre y abuela, el cura acabó por bautizarla con los dos nombres; Jennifer Sagrario. El primero nunca se pronunció dentro de la casa, aunque la voluntad de Aquilea acabó por triunfar afuera, pues en la calle y en la escuela siempre fue Jenni-
-Y aquí se narra el momento en que frente a un altar con imágenes de santos y guadalupanas de todos los tamaños, el tío Concepción, un ex presidiario cercano a los 50 añitos, le robó la virginidad a su sobrina Jennifer Sagrario de 13 años, el día mismo en que abandonó la prisión luego de una condena de once años-
"En la sala, Jenni no podía conciliar el sueño. La casa olía diferente y las velas parecían arrojar destellos rojos. Nuevamente la sedujo la tentación y se acercó al altar. Quería contemplar el cuerpo del santo alumbrado por las veladoras durmiendo frente a su propia imagen. Ahí estaba la imagen, de carne y sudor, con olor, pensamientos y deseos. La oscuridad comenzaba a desfigurarse ante la irrupción del alba cuando escuchó su voz. “Ven Sagrarito, acércate aquí conmigo”. Concepción tenía los ojos abiertos y la miraba. Su torso desnudo reflejaba un cuerpo flagelado por los sinsabores de la vida. Jenni lo contemplaba sin ocultar esa dosis de temor y excitación que la poseía mientras las palabras ásperas y aguardientosas de su tío se posaban sobre su cuerpo. “Mi chula Sagrarito, sí yo te dijera que todas las noches, todas las pinches noches de estos 10 años pensaba en ti, que sí no me dejé matar allá adentro fue porque sabía que el día en que saliera te iba a encontrar así de preciosa” y la tomó de la mano atrayéndola hacia él. “Soñaba contigo y desde allá te cuidaba, que no fuera nunca a pasarte nada mi niña, yo sabía que en tus manos tenías el rosario bendito que te regalé”. La voz era grave y rasposa, al igual que la mano que le acariciaba el rostro y el cuello. Piel de lija en donde los tatuajes se confundían con los navajazos y donde las caricias paternales se diluían entre las cadenas que sujetaban su deseo. Ella permanecía en silencio mientras la mano de Concepción recorría su cuerpo como si quisiera redimir cada poro de su carne. “Tu no vas a salirme una gringa puta como tu mamá ¿verdad Sagrarito? Yo bien se que sigues siendo una doncellita”, le decía mientras con la mano le acariciaba los pechos adolescentes. “No te me asustes, no tiembles, a mi lado nada va a pasarte, yo a ti te cuido, aquí o desde el cielo, pero nunca voy a dejarte sola”.
Aún no acababa el sol de colarse entre las cortinas polvorientas de la habitación santuario cuando en su cuerpo de 13 años tenía ya la segunda marca. La sangre de su himen roto y el semen de su tío sellaron el pacto: “Tu no serás de nadie más Sagrarito, de nadie”, y las palabras volvieron a sonarle a designio divino. La piel del tío había borrado de golpe las torpes caricias y los besos babeantes de sus compañeros de la pandilla que conformaban su historial erótico anterior. De un día para otro, al igual que en su infancia, su mundo se redujo a esperar el momento de la madrugada en que podía ir al altar. El miedo y éxtasis eran los mismos, sólo que ahora el santo venerado era de carne y la esperaba acostado sobre un petate. También su vida social sufrió severas modificaciones. Los pantalones guangos y la ombliguera de cholita fueron sustituidos por largas faldas y sobrias blusas. Con una sola mirada, Concepción le hacía ver que repudiaba en extremo todo asomo de ligereza en el vestir femenino. También tuvo que decir adiós a los amigos de la pandilla, pues Concepción no quería ver cabrones rondando por la casa, ni siquiera cerquita, como le advirtió 15 años antes a Aquilea y como en el barrio aún se recordaba el triste fin del Fabián, no hubo adolescente que se le acercara a Jenni. Cuatro meses después acabó por abandonar la escuela, pues Concepción consideraba innecesario que fuera a un lugar de donde solo traía las malas mañas de los gringos.
No se como se llama este cuento. Por ahora es narrativa de probeta.
-La nueva disputa familiar surgió por el nombre que debía llevar la niña recién nacida. La Abuela Obdulia se aferró a respetar el santoral pero Aquilea no quería un nombre de criada. Su hija sí que era gringa de verdad, nacida en Los Angeles, lejos del pinche rancho de Jiquilpan. Tenía que hablar inglés, llevar un nombre de aquí, Jennifer, para que le dijeran Jenni. La Abuela no pudo soportar la idea. Si la niña no llevaba el nombre santo no escucharía el llamado del Creador cuando muriera y se quedaría en el purgatorio con su Jennifer pagano. Aferradas madre y abuela, el cura acabó por bautizarla con los dos nombres; Jennifer Sagrario. El primero nunca se pronunció dentro de la casa, aunque la voluntad de Aquilea acabó por triunfar afuera, pues en la calle y en la escuela siempre fue Jenni-
-Y aquí se narra el momento en que frente a un altar con imágenes de santos y guadalupanas de todos los tamaños, el tío Concepción, un ex presidiario cercano a los 50 añitos, le robó la virginidad a su sobrina Jennifer Sagrario de 13 años, el día mismo en que abandonó la prisión luego de una condena de once años-
"En la sala, Jenni no podía conciliar el sueño. La casa olía diferente y las velas parecían arrojar destellos rojos. Nuevamente la sedujo la tentación y se acercó al altar. Quería contemplar el cuerpo del santo alumbrado por las veladoras durmiendo frente a su propia imagen. Ahí estaba la imagen, de carne y sudor, con olor, pensamientos y deseos. La oscuridad comenzaba a desfigurarse ante la irrupción del alba cuando escuchó su voz. “Ven Sagrarito, acércate aquí conmigo”. Concepción tenía los ojos abiertos y la miraba. Su torso desnudo reflejaba un cuerpo flagelado por los sinsabores de la vida. Jenni lo contemplaba sin ocultar esa dosis de temor y excitación que la poseía mientras las palabras ásperas y aguardientosas de su tío se posaban sobre su cuerpo. “Mi chula Sagrarito, sí yo te dijera que todas las noches, todas las pinches noches de estos 10 años pensaba en ti, que sí no me dejé matar allá adentro fue porque sabía que el día en que saliera te iba a encontrar así de preciosa” y la tomó de la mano atrayéndola hacia él. “Soñaba contigo y desde allá te cuidaba, que no fuera nunca a pasarte nada mi niña, yo sabía que en tus manos tenías el rosario bendito que te regalé”. La voz era grave y rasposa, al igual que la mano que le acariciaba el rostro y el cuello. Piel de lija en donde los tatuajes se confundían con los navajazos y donde las caricias paternales se diluían entre las cadenas que sujetaban su deseo. Ella permanecía en silencio mientras la mano de Concepción recorría su cuerpo como si quisiera redimir cada poro de su carne. “Tu no vas a salirme una gringa puta como tu mamá ¿verdad Sagrarito? Yo bien se que sigues siendo una doncellita”, le decía mientras con la mano le acariciaba los pechos adolescentes. “No te me asustes, no tiembles, a mi lado nada va a pasarte, yo a ti te cuido, aquí o desde el cielo, pero nunca voy a dejarte sola”.
Aún no acababa el sol de colarse entre las cortinas polvorientas de la habitación santuario cuando en su cuerpo de 13 años tenía ya la segunda marca. La sangre de su himen roto y el semen de su tío sellaron el pacto: “Tu no serás de nadie más Sagrarito, de nadie”, y las palabras volvieron a sonarle a designio divino. La piel del tío había borrado de golpe las torpes caricias y los besos babeantes de sus compañeros de la pandilla que conformaban su historial erótico anterior. De un día para otro, al igual que en su infancia, su mundo se redujo a esperar el momento de la madrugada en que podía ir al altar. El miedo y éxtasis eran los mismos, sólo que ahora el santo venerado era de carne y la esperaba acostado sobre un petate. También su vida social sufrió severas modificaciones. Los pantalones guangos y la ombliguera de cholita fueron sustituidos por largas faldas y sobrias blusas. Con una sola mirada, Concepción le hacía ver que repudiaba en extremo todo asomo de ligereza en el vestir femenino. También tuvo que decir adiós a los amigos de la pandilla, pues Concepción no quería ver cabrones rondando por la casa, ni siquiera cerquita, como le advirtió 15 años antes a Aquilea y como en el barrio aún se recordaba el triste fin del Fabián, no hubo adolescente que se le acercara a Jenni. Cuatro meses después acabó por abandonar la escuela, pues Concepción consideraba innecesario que fuera a un lugar de donde solo traía las malas mañas de los gringos.