Talleres Literarios Capítulo II
Mi maestro el Rayito Macoy
Para empezar sin mayores preámbulos, diré que en materia de talleres literarios, el único hombre que ha sido y reconoceré por siempre como mi maestro se llama Rafael Ramírez Heredia.
Fue el escritor tampiqueño quien me enseñó a querer y practicar el oficio del tallereo y la única persona en este mundo que me ha logrado mostrar como abrir nuevos ojos a la hora de leer un texto.
Ayer narré mi primera experiencia en un taller literario y mi fugaz vuelo sobre los hediondos pantanos de la cultura.
Pues bien, el del Rayo Macoy fue el primero y único taller literario serio y productivo que tomé en mi vida. Empecé por ahí de enero de 1997 y acudí a mí última sesión en abril de 1999, unos días antes de irme para siempre de Monterrey para venir a radicar a este tijuenero universo. Lo único que puedo decir, es que en ese taller aprendí y mucho. Luego entonces, consideraré por siempre a Ramírez Heredia como mi maestro.
Era el helado invierno de 1997. Yo acababa de volver a Monterrey luego de más de medio año de trotar por Europa y América del Norte. Con mi flamante cédula profesional de abogado recién obtenida, buscaba un trabajo a la altura de mis altas pretensiones económicas, que se limitaban a ganar un poquito más que la miseria percibida en la librería en la que trabajé cuando era estudiante.
Por aquellos meses, mi madre acudía a un taller de pintura en la Casa de la Cultura de Nuevo León. Una ocasión que la acompañé, me enteré que acababa de formarse un grupo literario que se reunía dos veces al mes y que era coordinado por el escritor tampiqueño Rafael Ramírez Heredia, de quien yo había leído únicamente los cuentos del Rayo Macoy. Un viernes y un sábado al mes. Sesiones intensas, de cinco a seis horas cada día.
Total que una tarde de enero me presenté. Nunca antes había visto un grupo literario tan híbrido.
Además de los típicos jovenzuelos de Filosofía y Letras propios de todo taller literario, al lugar acudían señores ya rucones, doñitas y para no hacer el cuento más largo, gente de todas las edades y estratos sociales imaginables. Algunos iban únicamente a escuchar y otros tantos nos apuntábamos a leer. Había café a raudales, eso sí.
El edifico de la Casa de la Cultura tiene su magia. Durante el Siglo XIX y principios del XX fue la estación del ferrocarril en Monterrey.
Nosotros sesionábamos en el tercer nivel, en un gran salón con piso de madera. El método de Ramírez Heredia era sencillo. Una persona leía su cuento y después en círculo cada uno hacía sus comentarios o guardaba silencio si prefería. Una de las reglas más estrictas de Ramírez Heredia, es que a la hora de las críticas, el autor del texto se callaba el hocico y no podía defender su texto, aunque lo estuvieran despedazando. Al final, Ramírez Heredia emitía su comentario siempre preciso. Y sí, alguien podrá echarme en cara que he repetido hasta la saciedad que no me gusta la lectura en voz alta. Efectivamente, no me gusta la lectura como espectáculo de lucimiento. Pero una infinita paciencia para escuchar una lectura en medio de un ejercicio tallereo serio y duro. Enseñanzas de mi maestro.
¿Cuál fue el gran valor de ese taller?
I- Ramírez Heredia me enseñó a escuchar. Él era un gran escucha. Podían estar leyendo un cuento pésimo, aburrido, mal hecho y él escuchaba, atento, paciente. No se le iba una. Todos los cuentos merecían ser escuchados. Eso sí, a la hora de criticar te rompía la madre bien y bonito, con fundamentos, basado únicamente en la estructura narrativa. No tenía piedad.
II- Ramírez Heredia me enseño a dejar ser libres a las palabras escritas. Lo escrito, escrito está y ya no te pertenece. Tiene vida propia y no puedes andar por el mundo defendiéndolo. Por eso él no te dejaba abrir la boca cuando criticaban tu texto. Aunque lo estuvieran desgarrando sin fundamentos y sin haberlo entendido, tú no tenías derecho a hablar, pues cada quien puede entender un texto de mil formas y no es tu papel explicarle a cada lector lo que le quieres decir. Eso me ha servido mucho en mi vida profesional. No puedes arrepentirte ni corregir lo publicado.
III- Ramírez Heredia me enseñó a criticar textos, no personas. A menudo en los círculos literarios, el concepto amigo- enemigo es el que determina tu buena o mala crítica de un texto. Si eres mi amigo o aliado cultural, pues tu texto rifa. Si eres mi rival, el texto es una mierda. Él me hizo ver que tu crítica siempre debe ser honesta. Si tu mejor amigo escribió una bazofia, tienes que ser duro y decir lo que piensas. Su un culturoso que te caga la madre escribe chingonamente bien, trágate tu orgullo y reconócelo.
IV- Ramírez Heredia me enseñó las infinitas posibilidades de una narración. Un personaje es un pozo muy profundo y de ti depende hasta donde quieres abrevar de él. Un texto tiene muchas caras y el autor no puede nunca aspirar a ser el monarca absoluto de sus letras.
En ese taller tuve grandes compañeros. Recuerdo una chica llamada Cristina (no recuerdo su apellido) que escribía endemoniadamente bien. Aquí en el cajón de mi escritorio tengo su cuento Ad Libitum. Había buenos narradores. La Jaqueline, el Espejo,, el Paulino. Buena raza. Es la actividad literaria que más me ha hecho aprender.
Por lo demás, no puedo más que reiterar la enorme gratitud para mi maestro. Mi Rayo Macoy, si por mera casualidad te topas con esta cuna de porquería, te mando desde aquí un fuerte abrazo y todo mi agradecimiento.
Mi maestro el Rayito Macoy
Para empezar sin mayores preámbulos, diré que en materia de talleres literarios, el único hombre que ha sido y reconoceré por siempre como mi maestro se llama Rafael Ramírez Heredia.
Fue el escritor tampiqueño quien me enseñó a querer y practicar el oficio del tallereo y la única persona en este mundo que me ha logrado mostrar como abrir nuevos ojos a la hora de leer un texto.
Ayer narré mi primera experiencia en un taller literario y mi fugaz vuelo sobre los hediondos pantanos de la cultura.
Pues bien, el del Rayo Macoy fue el primero y único taller literario serio y productivo que tomé en mi vida. Empecé por ahí de enero de 1997 y acudí a mí última sesión en abril de 1999, unos días antes de irme para siempre de Monterrey para venir a radicar a este tijuenero universo. Lo único que puedo decir, es que en ese taller aprendí y mucho. Luego entonces, consideraré por siempre a Ramírez Heredia como mi maestro.
Era el helado invierno de 1997. Yo acababa de volver a Monterrey luego de más de medio año de trotar por Europa y América del Norte. Con mi flamante cédula profesional de abogado recién obtenida, buscaba un trabajo a la altura de mis altas pretensiones económicas, que se limitaban a ganar un poquito más que la miseria percibida en la librería en la que trabajé cuando era estudiante.
Por aquellos meses, mi madre acudía a un taller de pintura en la Casa de la Cultura de Nuevo León. Una ocasión que la acompañé, me enteré que acababa de formarse un grupo literario que se reunía dos veces al mes y que era coordinado por el escritor tampiqueño Rafael Ramírez Heredia, de quien yo había leído únicamente los cuentos del Rayo Macoy. Un viernes y un sábado al mes. Sesiones intensas, de cinco a seis horas cada día.
Total que una tarde de enero me presenté. Nunca antes había visto un grupo literario tan híbrido.
Además de los típicos jovenzuelos de Filosofía y Letras propios de todo taller literario, al lugar acudían señores ya rucones, doñitas y para no hacer el cuento más largo, gente de todas las edades y estratos sociales imaginables. Algunos iban únicamente a escuchar y otros tantos nos apuntábamos a leer. Había café a raudales, eso sí.
El edifico de la Casa de la Cultura tiene su magia. Durante el Siglo XIX y principios del XX fue la estación del ferrocarril en Monterrey.
Nosotros sesionábamos en el tercer nivel, en un gran salón con piso de madera. El método de Ramírez Heredia era sencillo. Una persona leía su cuento y después en círculo cada uno hacía sus comentarios o guardaba silencio si prefería. Una de las reglas más estrictas de Ramírez Heredia, es que a la hora de las críticas, el autor del texto se callaba el hocico y no podía defender su texto, aunque lo estuvieran despedazando. Al final, Ramírez Heredia emitía su comentario siempre preciso. Y sí, alguien podrá echarme en cara que he repetido hasta la saciedad que no me gusta la lectura en voz alta. Efectivamente, no me gusta la lectura como espectáculo de lucimiento. Pero una infinita paciencia para escuchar una lectura en medio de un ejercicio tallereo serio y duro. Enseñanzas de mi maestro.
¿Cuál fue el gran valor de ese taller?
I- Ramírez Heredia me enseñó a escuchar. Él era un gran escucha. Podían estar leyendo un cuento pésimo, aburrido, mal hecho y él escuchaba, atento, paciente. No se le iba una. Todos los cuentos merecían ser escuchados. Eso sí, a la hora de criticar te rompía la madre bien y bonito, con fundamentos, basado únicamente en la estructura narrativa. No tenía piedad.
II- Ramírez Heredia me enseño a dejar ser libres a las palabras escritas. Lo escrito, escrito está y ya no te pertenece. Tiene vida propia y no puedes andar por el mundo defendiéndolo. Por eso él no te dejaba abrir la boca cuando criticaban tu texto. Aunque lo estuvieran desgarrando sin fundamentos y sin haberlo entendido, tú no tenías derecho a hablar, pues cada quien puede entender un texto de mil formas y no es tu papel explicarle a cada lector lo que le quieres decir. Eso me ha servido mucho en mi vida profesional. No puedes arrepentirte ni corregir lo publicado.
III- Ramírez Heredia me enseñó a criticar textos, no personas. A menudo en los círculos literarios, el concepto amigo- enemigo es el que determina tu buena o mala crítica de un texto. Si eres mi amigo o aliado cultural, pues tu texto rifa. Si eres mi rival, el texto es una mierda. Él me hizo ver que tu crítica siempre debe ser honesta. Si tu mejor amigo escribió una bazofia, tienes que ser duro y decir lo que piensas. Su un culturoso que te caga la madre escribe chingonamente bien, trágate tu orgullo y reconócelo.
IV- Ramírez Heredia me enseñó las infinitas posibilidades de una narración. Un personaje es un pozo muy profundo y de ti depende hasta donde quieres abrevar de él. Un texto tiene muchas caras y el autor no puede nunca aspirar a ser el monarca absoluto de sus letras.
En ese taller tuve grandes compañeros. Recuerdo una chica llamada Cristina (no recuerdo su apellido) que escribía endemoniadamente bien. Aquí en el cajón de mi escritorio tengo su cuento Ad Libitum. Había buenos narradores. La Jaqueline, el Espejo,, el Paulino. Buena raza. Es la actividad literaria que más me ha hecho aprender.
Por lo demás, no puedo más que reiterar la enorme gratitud para mi maestro. Mi Rayo Macoy, si por mera casualidad te topas con esta cuna de porquería, te mando desde aquí un fuerte abrazo y todo mi agradecimiento.