Eterno Retorno

Thursday, January 08, 2004

De torres y falos

Merodeando en el juarense blog de Bernardo Tanteos encontré una serie de imágenes de torres que me han hecho meditar sobre esta creación arquitectónica.
La torre expresa el eterno deseo humano de alcanzar los cielos. Toda torre es un desafío a lo divino. El hombre, otrora cuadrúpedo y luego androide jorobado, se yergue con la columna recta, su periférico campo visual es capaz de abarcar los cuatro puntos cardinales y sus ojos miran a los cielos. El hombre sumiso baja la vista y clava sus ojos en la tierra. El soberbio mira al cielo y quiere alcanzarlo. Entonces empieza a construir esa estructura material capaz de alejarlo del humillante e infernal suelo y elevarlo hasta las divinas alturas celestiales.
La torre es el rostro de las grandes urbes, su vanidosa carta de presentación. Hagamos un ejercicio. Pensemos en París, ¿Qué imagen inmediata nos llega a la cabeza? Sí, es hermoso el Barrio Latino y los Jardines de Luxemburgo, pero queramos o no, la mente está condicionada a pensar en la Torre Eiffel. Ya no digamos Pisa. Esa pequeña ciudad italiana amamanta de su torre.
La Latino del DF, la CN Tower de Toronto, la Sears en Chicago, nuestro horrible faro del Comercio en Monterrey, vaya, para no ir más lejos: ¿Cual es la imagen de nuestro Apocalipsis Now Total? Un par de torres que caen. Los terroristas árabes supieron bien que el derrumbe de un símbolo tiene un efecto devastador en el ánimo de una cultura. La misma cantidad de muertos o incluso un baño de sangre aún mayor, no hubiera tenido el mismo efecto de no haber existido el derrumbe de las torres.
La siempre represora Biblia no se olvidó de consignar la ambición que llevó a los hombres a construir la Torre de Babel y la ira que ello generó en la suprema deidad.
El celoso Jehová sembró la confusión y puso a todos los albañiles a hablar idiomas distintos para impedir la construcción de la Torre de Babel. Pero el cruel dios de los judíos jamás imaginó que las torres, esos fálicos desafíos a la altura del creador, congregarían eternos babeles a sus píes. Pensemos en la Torre Eiffel. ¿Cuántos idiomas podemos escuchar entre el atiborre de turistas que toman fotos a sus píes? ¿En cuántas lenguas se describe la belleza de la Ciudad de la Luz una vez que se ha ascendido a su punto más alto? Millones de personas viajan cada año a París y tienen a bien tomarse una foto frente a esa Torre. Ahí los puedes ver todos y cada uno de los días del año. Cientos de japonesitos con sus ultramodernas cámaras del Siglo 24. Yo mismo sucumbí a la tentación de tomarme esa foto tan odiosamente ordinaria. Ahí voy con mi carota de turista embobado a retratarme sonriente frente a ese machacado símbolo. Ordinario como soy, aquí en mi escritorio tengo un par de fotos comunes. Una en París y otra en Pisa. Los seres humanos somos ordinarios. Sucumbimos con facilidad al magnetismo de un edificio. Alguien me dijo una vez que la Torre Eiffel es un enorme pene que todos deseamos felar. Y ya entrando en el terreno de las freudianas interpretaciones, yo prefiero contestar, blasfemo y apóstata como siempre, que las torres son los falos con los que los humanos buscamos sodomizar al cielo.

Una vez Argentina

Andrés Neuman

Anagrama



Por Daniel Salinas


Cuando al deambular por los pasillos de una librería elegí al azar “Una vez Argentina” del joven escritor Andrés Neuman, pensé que me encontraría con una novela histórica.
Para mi sorpresa, me topé con una suerte de personalísimo álbum familiar de un narrador armado de una pluma que en cada párrafo coquetea con la prosa poética.
“Una vez Argentina” sirvió para recordarme que la gran literatura no necesariamente ocupa de relatos inverosímiles para atrapar a un lector.
La realidad es que la historia de Neuman y su familia no es ni por mucho extraordinaria ni contrasta en absoluto con el anecdotario de un ciudadano argentino promedio.
No hay en su historia grandes hazañas ni acciones insólitas ni tampoco nos narra hechos que trasciendan más allá de las aventuras de una vida cotidiana.
Andrés Neuman nace en 1977, cuando su país estaba bajo la bota de los militares y es hijo de una pareja de músicos de conservatorio.
La extrema diversidad de su árbol genealógico, en donde encontramos bisabuelos rusos, lituanos, españoles y franceses, es más bien la norma en un país de migrantes como Argentina, en donde casi cualquier ciudadano tiene por lo menos un abuelo emigrado del Viejo Continente.
Antepasados que al final de su travesía encontraron el ansiado progreso convirtiéndose en profesionistas, comerciantes, obreros y artistas.
Vascos, napolitanos, polacos que atiborraron sus mochilas viajeras con su lengua, su comida, su cultura y sus genes y que al cabo del largo viaje en sección de segunda clase y sus primeros años de aspereza, acabaron por argentinizarse.
Una vez argentinizados, fueron testigos, partícipes y motores de transformaciones políticas y sociales, a menudo turbulentas.
Paradojas del destino, al final del Siglo XX, los nietos y bisnietos de esos inmigrantes cruzan el Atlántico en ruta inversa y hacen largas filas en los consulados de naciones europeas esperando que los genes de sus antepasados les otorguen el derecho a pedir un pasaporte comunitario.
Quizá por todas esas anécdotas comunes, la de Neuman es, de una forma u otra, la historia de Argentina, la historia de los migrantes europeos que a finales del Siglo XIX y principios del XX cruzaron el Atlántico buscando ya no la rica plata que jamás tuvo ese río, sino una simple oportunidad de trabajar.
La ¿novela? de Neuman, narrada en rigurosa primera persona, alterna entre las anécdotas de sus antepasados y los relatos de su infancia.
Muchos de estos relatos se ubican en instantes y escenarios decisivos para la historia de Argentina:
Su madre debe tocar violín en el aeropuerto el 20 de junio de 1973, día en que retorna Perón del exilio, sus tíos son perseguidos por la dictadura militar y deben expatriarse, su abuelo es un socialista que participa activamente en la conformación de sindicatos y su tío abuelo es un dandy porteño que deambula en la vida nocturna bonarense.
Al final, “Una vez Argentina” no conduce a desenlace alguno, aunque sí es capaz de generar en el lector una buena dosis reflexiva.
Antes de terminar su lectura, mi mente ya divagaba pensando en la historia de mis antepasados y en lo mucho de literario que puede haber en la tarea de desmenuzar hoja por hoja y rama por rama, la vastedad de un árbol genealógico cualquiera.