Uno de tantos proyectos inconcluosos Había subido ya a Eterno Retorno?
El polvo, eterno aún en la piel de asfalto de la Rúabarrena, es la barrera contra el espejismo de la ciudad y su voluntad de borrar bajo la corteza del neón, su origen de arena.
La Rúabarrena no tiene memoria. No hay voluntad para el recuerdo y ni siquiera los viejos evitan naufragar en el aburrimiento contando historias de tiempos pasados.
Los años anteriores eran sed, deseo y búsqueda en la arena, eran lo más parecido a lo que llaman la Nada, el Silencio, la insignificancia pura de estar afuera, a la intemperie del caos, al margen del Imperio.
Dicen que los primeros llegaron en el invierno y lo hicieron huyendo, perseguidos por la sombra de estirpes malditas, arrastrando en la piel y el apellido el linaje de estafadores y putas.
Arribaron en silencio, hordas sin nombre buscando depredar el entorno e imponer su código de navajas a los más débiles, pero ahí no habitaban ni siquiera las sombras.
Parecían destinados a convertirse en fantasmas del desierto, ánimas desgraciadas sin un mortal a quien robarle el sueño. Estaban ahí, con el alma de sal y arena, famélicos y decrépitos como sus caballos, seguros de que ese paraje era el infierno que merecieron, el cadalso eterno al que los había enviado la justicia.
Arsenio Ragua fue el único de los Alacranes que prefirió el éxodo al sacrificio y por ello hasta las rameras le colgaron al cuello el signo de cobarde.
Los demás habían muerto maldiciendo, escupiendo a la cara de sus verdugos mientras reían, pero Ragua temió que el llanto y las ganas de orinarse lo traicionaran al sentir raspar la soga en su cuello y huyó, sin que ninguna de sus acompañantes creyera en sus anuncios de cruel venganza.
Ahí iban tras él mirándole con pena, tratando de enseñarle el regocijo de la peérene humillación, de aceptar con desparpajo la condición de alimaña y de buscar chupar sangre hasta de la piedra.
Tamara la vieja, reía en su cara y le repetía sin cesar que el banquete de la vida esta lleno de cobardes mientras que el de la muerte está reservado para la sangre guerrera.
Su hija Alicia, la joven de 14 años que llevaba en el vientre el hijo de Ragua, devoraba en silencio sus lagrimas e imaginaba en sueños al feto convertido en un monstruo de arena.
Rita y Aranxa, escondían entre sus pechos secos las botellas de aguardiente que lograron rescatar antes de salir huyendo y esperaban la caída de la noche para eternizar mientras se besaban, el sorbo de alcohol en sus lenguas.
Basilio el Cabaje, sentía hervir los navajazos que poblaban su rostro, mientras Lua, su mujer casi niña, fruto de los amores incestuosos de sus hermanos mayores, se preguntaba por la magia de ese mar tantas veces prometido.
Cabalgaban también Sarreno el jugador y Ginés Barba el cuatrero, Armonia Billar y Aldonse, la de la Ultima Danza, jurándose a si mismas que serían cortesanas en los mas altos balcones de los palacios imperiales.
Cabalgaban, rumiando su odio por saberse hermanados a la fuerza en la derrota y la cobardía, Ragua sin encontrar palabras que explicaran su renuncia al martirio y los demás, con el adjetivo de ladronzuelos, mendigos, sátiros y putas sarnosas, con una insignificancia que no los hacía siquiera merecedores del patíbulo, pensando que acaso en la orilla de aquel mar merecieran algo más que escupitajos, acosados por el miedo a la lanza envenenada de los indios cabajes y a la ráfaga furiosa de los soldados del Imperio.
Si en la Rúabarrena no existe memoria, menos la tuvieron en aquel entonces las huestes de Ragua, que pronto olvidaron cuantos amaneceres los sorprendieron desparramados sobre la arena con las bocas abiertas y cuantas lunas invadieron el opaco azul del cielo sin nubes mientras ellos se dirigían al Norte, olvidando por momentos que esperaban ver frente a sus ojos el mar y las cúpulas del Imperio.
Algunos de los más viejos Alacranes, entre ellos el padre de Ragua, habían pisado las playas y contemplado con sus ojos la grandeza de las torres recién construidas, en los tiempos en que se enriquecieron como mercenarios peleando contra El Imperio, pero aquello iba carcomiéndose de olvido cada noche y se confundía con los delirios de fiebre y aguardiente.
Por ello se creyeron ultimados por la demencia cuando aquella mañana de invierno se interpuso ante ellos esa basta estepa rugiente pintada de gris azulado y divisaron desde una colina, las siluetas de alcázares y fortalezas desafiando al sol.
El lugar estaba infestado por serpientes negras y cubierto por familias de magueyes que se extendían en el valle bajo las colinas.
Ahí, en medio del lugar donde unos magueyes formaban dos largas hileras paralelas, Ragua bajó de su caballo y arrojó su jorongo a la arena.
Al final de la hilera había una cañada que marcaba los límites del Imperio, vigilados por soldados que con cierta ironía observaban a los recién llegados oler la arena.
Nada parecía indicar que aquella tierra ardiente pudiera albergar en su seno semilla alguna, pero ahí estaba el océano y las cúpulas soñadas, ahí estaba el final de su mundo conocido, su destino, sin posibilidad de caminar sus huellas dejadas todos esos años en la arena.
Pero como larva en la carroña, se aferraron con las uñas a los magueyes y a la piedra, al escorpión y la serpiente, vivieron hermanados con la arena, bajo la mirada de los guerreros del Imperio que no sabían si debían abrir fuego contra esas sombras de bruma.
Se apearon junto a los magueyes, comieron su carne, sintieron su jugo, durmieron sobre la arena y soñaron cruzar la cañada para llegar caminando a invadir los palacios de cristal.
El polvo, eterno aún en la piel de asfalto de la Rúabarrena, es la barrera contra el espejismo de la ciudad y su voluntad de borrar bajo la corteza del neón, su origen de arena.
La Rúabarrena no tiene memoria. No hay voluntad para el recuerdo y ni siquiera los viejos evitan naufragar en el aburrimiento contando historias de tiempos pasados.
Los años anteriores eran sed, deseo y búsqueda en la arena, eran lo más parecido a lo que llaman la Nada, el Silencio, la insignificancia pura de estar afuera, a la intemperie del caos, al margen del Imperio.
Dicen que los primeros llegaron en el invierno y lo hicieron huyendo, perseguidos por la sombra de estirpes malditas, arrastrando en la piel y el apellido el linaje de estafadores y putas.
Arribaron en silencio, hordas sin nombre buscando depredar el entorno e imponer su código de navajas a los más débiles, pero ahí no habitaban ni siquiera las sombras.
Parecían destinados a convertirse en fantasmas del desierto, ánimas desgraciadas sin un mortal a quien robarle el sueño. Estaban ahí, con el alma de sal y arena, famélicos y decrépitos como sus caballos, seguros de que ese paraje era el infierno que merecieron, el cadalso eterno al que los había enviado la justicia.
Arsenio Ragua fue el único de los Alacranes que prefirió el éxodo al sacrificio y por ello hasta las rameras le colgaron al cuello el signo de cobarde.
Los demás habían muerto maldiciendo, escupiendo a la cara de sus verdugos mientras reían, pero Ragua temió que el llanto y las ganas de orinarse lo traicionaran al sentir raspar la soga en su cuello y huyó, sin que ninguna de sus acompañantes creyera en sus anuncios de cruel venganza.
Ahí iban tras él mirándole con pena, tratando de enseñarle el regocijo de la peérene humillación, de aceptar con desparpajo la condición de alimaña y de buscar chupar sangre hasta de la piedra.
Tamara la vieja, reía en su cara y le repetía sin cesar que el banquete de la vida esta lleno de cobardes mientras que el de la muerte está reservado para la sangre guerrera.
Su hija Alicia, la joven de 14 años que llevaba en el vientre el hijo de Ragua, devoraba en silencio sus lagrimas e imaginaba en sueños al feto convertido en un monstruo de arena.
Rita y Aranxa, escondían entre sus pechos secos las botellas de aguardiente que lograron rescatar antes de salir huyendo y esperaban la caída de la noche para eternizar mientras se besaban, el sorbo de alcohol en sus lenguas.
Basilio el Cabaje, sentía hervir los navajazos que poblaban su rostro, mientras Lua, su mujer casi niña, fruto de los amores incestuosos de sus hermanos mayores, se preguntaba por la magia de ese mar tantas veces prometido.
Cabalgaban también Sarreno el jugador y Ginés Barba el cuatrero, Armonia Billar y Aldonse, la de la Ultima Danza, jurándose a si mismas que serían cortesanas en los mas altos balcones de los palacios imperiales.
Cabalgaban, rumiando su odio por saberse hermanados a la fuerza en la derrota y la cobardía, Ragua sin encontrar palabras que explicaran su renuncia al martirio y los demás, con el adjetivo de ladronzuelos, mendigos, sátiros y putas sarnosas, con una insignificancia que no los hacía siquiera merecedores del patíbulo, pensando que acaso en la orilla de aquel mar merecieran algo más que escupitajos, acosados por el miedo a la lanza envenenada de los indios cabajes y a la ráfaga furiosa de los soldados del Imperio.
Si en la Rúabarrena no existe memoria, menos la tuvieron en aquel entonces las huestes de Ragua, que pronto olvidaron cuantos amaneceres los sorprendieron desparramados sobre la arena con las bocas abiertas y cuantas lunas invadieron el opaco azul del cielo sin nubes mientras ellos se dirigían al Norte, olvidando por momentos que esperaban ver frente a sus ojos el mar y las cúpulas del Imperio.
Algunos de los más viejos Alacranes, entre ellos el padre de Ragua, habían pisado las playas y contemplado con sus ojos la grandeza de las torres recién construidas, en los tiempos en que se enriquecieron como mercenarios peleando contra El Imperio, pero aquello iba carcomiéndose de olvido cada noche y se confundía con los delirios de fiebre y aguardiente.
Por ello se creyeron ultimados por la demencia cuando aquella mañana de invierno se interpuso ante ellos esa basta estepa rugiente pintada de gris azulado y divisaron desde una colina, las siluetas de alcázares y fortalezas desafiando al sol.
El lugar estaba infestado por serpientes negras y cubierto por familias de magueyes que se extendían en el valle bajo las colinas.
Ahí, en medio del lugar donde unos magueyes formaban dos largas hileras paralelas, Ragua bajó de su caballo y arrojó su jorongo a la arena.
Al final de la hilera había una cañada que marcaba los límites del Imperio, vigilados por soldados que con cierta ironía observaban a los recién llegados oler la arena.
Nada parecía indicar que aquella tierra ardiente pudiera albergar en su seno semilla alguna, pero ahí estaba el océano y las cúpulas soñadas, ahí estaba el final de su mundo conocido, su destino, sin posibilidad de caminar sus huellas dejadas todos esos años en la arena.
Pero como larva en la carroña, se aferraron con las uñas a los magueyes y a la piedra, al escorpión y la serpiente, vivieron hermanados con la arena, bajo la mirada de los guerreros del Imperio que no sabían si debían abrir fuego contra esas sombras de bruma.
Se apearon junto a los magueyes, comieron su carne, sintieron su jugo, durmieron sobre la arena y soñaron cruzar la cañada para llegar caminando a invadir los palacios de cristal.