Lo que la madre le oculta a Ferdinand....
La madre le tiene una ciega confianza a su propia lengua. Está consciente que ni en la peor de sus borracheras la ha traicionado. Por ello sabe que depende solamente de ella el seguir administrando sus secretos y tiene plena seguridad de no haberle contado nunca que además de la nieve con vodka, le gusta dar fumadas a una marihuana buenísima, olorosa y aceitosita que Engracia, su cocinera, le consigue quién sabe dónde.
Tampoco le ha contado que para matar el aburrimiento en las tardes de entre semana, el mejor remedio es el niño Macario, el hermanito de Cirilo el jardinero.
Hace varios meses que Cirilo le trae al niño, todos los martes y los jueves sin falta. Macario tiene 13 años, la piel color caoba y los ojos de venado en alerta.
Le gusta ser ella misma quién lo desnuda, aunque últimamente le da por ordenarle que se suba a la mesa y se quite la ropa mientras le baila.
Doña Helena, vodka en mano, se pasa las horas contemplando el cuerpo tenso del niño que se ba-lancea torpemente sobre la mesa de mármol de la sala. Le gusta mirar sus nalgas morenas, de redon-dez firme y las piernas nervudas, correosas. A veces se queda dormida. Otras, lo llama junto al sillón y acaricia ese falo de hombre que emerge tímido entre la indefinida pelusa de niño.
Doña Helena adora ese silencio inquebrantable, ese rubor extremo que se transforma en algo que no sabe si es miedo o excitación, cuando ella, con sus arrugados dedos repletos de anillos, empieza a fro-tarlo lentamente y sólo hasta que siente el calor de la leche resbalar por el dorso de su mano escucha de labios de de Macario un débil gemido que es hasta ahora, lo único que sus cuerdas vocales le han regalado.
Lo que Ferdinand le oculta a su madre...
A veces a Ferdinand le gustaría abrirse de capa y contarle a mamá todas sus cosas. El dulce cosqui-lleo que le invade aumenta su intensidad en la medida que es más cochina su confesión, pero aún oculta demasiados secretos de su pasado y presente.
Ya no le inhibe describir la hermosura de un hombre ante su madre ni platicarle que José Nabor, el indio yaqui, la tenía de toro en celo.
Pero le sigue ocultando que cuando se retira a encerrarse en su habitación, luego de dejarla borracha e inconsciente al cuidado de las sirvientas, siempre dedica al menos media hora a ver el mismo video hard core. Una película cuyo nombre ignora y que trata sobre unos boys scout perdidos en un bosque en dónde se dan gusto celebrando orgías. Compró esa película hace tres años y desde entonces le gusta verla todas las noches. Repite una y otra vez la escena de un rubiecito adolescente, ojos azules, expresión de niño inocente, que es violado por un par de negros grandulones que le arrancan el traje de scout y lo arrojan de espaldas a la hierba. Nunca se ha aburrido de la escena, que suele mirar, con un vaso de Chivas en las rocas que antecede al valium y medio que conjurará su insomnio. A veces, pero sólo a veces, Ferdinand se masturba frente a la pantalla y es entonces cuando jura y perjura que su semen huele a gasolina-
La madre le tiene una ciega confianza a su propia lengua. Está consciente que ni en la peor de sus borracheras la ha traicionado. Por ello sabe que depende solamente de ella el seguir administrando sus secretos y tiene plena seguridad de no haberle contado nunca que además de la nieve con vodka, le gusta dar fumadas a una marihuana buenísima, olorosa y aceitosita que Engracia, su cocinera, le consigue quién sabe dónde.
Tampoco le ha contado que para matar el aburrimiento en las tardes de entre semana, el mejor remedio es el niño Macario, el hermanito de Cirilo el jardinero.
Hace varios meses que Cirilo le trae al niño, todos los martes y los jueves sin falta. Macario tiene 13 años, la piel color caoba y los ojos de venado en alerta.
Le gusta ser ella misma quién lo desnuda, aunque últimamente le da por ordenarle que se suba a la mesa y se quite la ropa mientras le baila.
Doña Helena, vodka en mano, se pasa las horas contemplando el cuerpo tenso del niño que se ba-lancea torpemente sobre la mesa de mármol de la sala. Le gusta mirar sus nalgas morenas, de redon-dez firme y las piernas nervudas, correosas. A veces se queda dormida. Otras, lo llama junto al sillón y acaricia ese falo de hombre que emerge tímido entre la indefinida pelusa de niño.
Doña Helena adora ese silencio inquebrantable, ese rubor extremo que se transforma en algo que no sabe si es miedo o excitación, cuando ella, con sus arrugados dedos repletos de anillos, empieza a fro-tarlo lentamente y sólo hasta que siente el calor de la leche resbalar por el dorso de su mano escucha de labios de de Macario un débil gemido que es hasta ahora, lo único que sus cuerdas vocales le han regalado.
Lo que Ferdinand le oculta a su madre...
A veces a Ferdinand le gustaría abrirse de capa y contarle a mamá todas sus cosas. El dulce cosqui-lleo que le invade aumenta su intensidad en la medida que es más cochina su confesión, pero aún oculta demasiados secretos de su pasado y presente.
Ya no le inhibe describir la hermosura de un hombre ante su madre ni platicarle que José Nabor, el indio yaqui, la tenía de toro en celo.
Pero le sigue ocultando que cuando se retira a encerrarse en su habitación, luego de dejarla borracha e inconsciente al cuidado de las sirvientas, siempre dedica al menos media hora a ver el mismo video hard core. Una película cuyo nombre ignora y que trata sobre unos boys scout perdidos en un bosque en dónde se dan gusto celebrando orgías. Compró esa película hace tres años y desde entonces le gusta verla todas las noches. Repite una y otra vez la escena de un rubiecito adolescente, ojos azules, expresión de niño inocente, que es violado por un par de negros grandulones que le arrancan el traje de scout y lo arrojan de espaldas a la hierba. Nunca se ha aburrido de la escena, que suele mirar, con un vaso de Chivas en las rocas que antecede al valium y medio que conjurará su insomnio. A veces, pero sólo a veces, Ferdinand se masturba frente a la pantalla y es entonces cuando jura y perjura que su semen huele a gasolina-