Eterno Retorno

Friday, September 26, 2003

Común

Hace unos minutos mi amigo Jopy Montero me notificó que ya está en la red el número 41 de la Revista Común. Realmente me hace feliz constatar el progreso de esta revista que con altas y bajas presume ya cinco años de existencia.
Siempre me he sentido parte de Común y no solamente por el hecho de haber mantenido una columna en todos y cada uno de sus números, sino porque esta revista tiene como embrión un producto que me recuerda una entrañable época de grandes amigos y proyectos. En 1996, Jopy Montero, Mariano Matamoros, Evangelina Nájera, Leonardo del Bosque, Domingo García y yo, entre otros amigos, fundamos Bitácora (Sí también en Monterrey había un Bitácora pero tuvimos que cambiar su nombre como a los 10 números) Lo imprimíamos en la prensa de El Financiero. Recuerdo muy bien la emocio-nante madrugada en que tiramos el primer número (confieso, por cierto, que yo estaba colocadísimo, lo que se dice hasta la madre) Después yo vine a vivir a Tijuana y el Jopy siguió trabajando duro hasta que sacó Común. A larga distancia y por amor al arte, colaboro con mi columna Lucretia mi Reflexión.
La de este número me agradó, pues refleja una honesta vibra hostil y agresiva. El número incluye una entrevista con el buen Moani, alma y líder del histórico Café Brasil en donde tantas pedas fui a bajar a las 5:00 de la mañana. El café está ubicado a un costado de la redacción de El Norte, está abierto las 24 horas y es visitado por la fauna urbana más extraña de Monterrey.
Pueden ustedes consultar la revista en www.comun.com.mx- Eterno Retorno la recomienda-

Incluyo aquí la columna, que originalmente fue escrita, hace unos meses, para este blog. Lucretia y Eterno Retorno son buenos amigos-

Lucretia mi Reflexion

Mis pequeñas rebeliones: Odio las corbatas

Por Daniel Salinas Basave

Todos los que trabajamos nos prostituímos. Uno es capaz de innombrables humillaciones con tal de asegurar su recibo azul de nómina. Libramos todos los días una batalla a brazo partido para no abandonar el paraíso clasemediero. El abandono de la cama un lunes por la mañana es en la vida cotidiana el episodio más traumático. Es peor que ser un feto arrancado de golpe de la tiniebla uterina para ser arrojado a un charco de excrementos.
Nuestra vocación de prostituirnos en cada día laboral tiene infinitas formas y manifestaciones, pero solo un símbolo permanente: la corbata. En esta redacción portar una corbata significa tener la marca de la bestia. El equivalente a ser una res marcada con un hierro ardiente que certifique su pertenencia al hato. Es el salvoconducto hacia la esclavitud. La corbata es un una horca eterna y nosotros unos condenados a los que ni la muerte es capaz de redimir. La corbata está aquí, omnipresente, lastimando mi cuello, haciéndome ver ridículo, clasemediero, prostituto. Un hombre que es capaz de amararse en su cuello un pedazo de tela que odia, es más decadente que quien abre el culo por una morralla miserable. ¿Para que diablos sirven las corbatas? ¿Quien dijo que son sinónimo de elegancia? Sí, ya se que tienen su origen en el ejército croata. Pueden contarme la historia que sea. A mi no me sirven de un carajo.
Y aquí va una confesión sobre una de mis pequeñas rebeliones que aún tienen vivo su espíritu: Jamás en la mi vida me he comprado una corbata. Jamás me compraré una. De mi cartera nunca saldrá un solo centavo para pagar por un repugnante pedazo de trapo destinado a estrangularme. Las corbatas que tengo, que son muy pocas, me las han regalado mis padres, mi suegro o mi esposa. Yo no he comprado una y aquí lo firmo: Jamás compraré una. De esta agua sí que no beberé.
Y aún hay más. No solo nunca he comprado una corbata. Ni siquiera se como hacer el nudo, y lo que es peor: no tengo la más mínima intención de aprender. Tengo un par de corbatas con el nudo hecho guardadas en el cajón de mi escritorio entre libros y periódicos viejos. Son corbatas sin chiste alguno. La que más uso es gris. Me la pongo al llegar a la oficina y me la quito al salir a la calle. Casi todos hacemos lo mismo. No quiero una corbata nueva. No quiero cambiar de corbata. Me conformo con la que tengo. Me sirve para el único fin utilitario que tiene en mi vida: que los que me pagan me vean que traigo corbata y certifiquen que estoy lo suficientemente prostituido por el sistema. De ahí en fuera no me sirve de nada más. Así que nada importa si es la misma todos los días o si está cochina. Mejor aún. Así mi aberración total por la prenda y lo que significa queda de manifiesto. Esta pequeña rebelión es un rinconcito de dignidad. Una forma de certificar que todavía no estoy tan vendido al sistema. Sí, ya me han llamado mil veces adolescente retardado y promotor de rebeldías babosas e infantiles.
Ir sin escalas a chapotear en la mierda. Si ser adulto significa ser un servil insecto encorbatado, me niego a serlo. Sí, ya se que ya estoy muy grande para ciertas pendejadas. Mucha gente predijo que a cierta edad “maduraría”, pero la madurez no ha llegado y que bueno. Según mis familiares, para este entonces habría olvidado ciertos gustos musicales y literarios y me habría vuelto católico por conveniencia y comodidad social.
Y miren nada más. Cada día siento más placer cuando blasfemo contra todos los dioses monoteístas y sus iglesias. La idea de morir antes de los 30 años todavía me atrae demasiado y no descarto que mi suicidio fuera antecedido de un arrebato al estilo del Eróstrato de Sartre. Si alguna vez dejo de depender de las cadenas esclavizantes de una nómina, mi pelo volverá a crecer sin límites, volveré a agujerar las superficies perforables de mi cuerpo y adornaré mi piel con más tatuajes. ¿Quién chingados tiene el derecho de impedirme un placer tan banal?



Ahí va mi columna políticamente correcta. Lucretia es mi lado oscuro, Pasos de Gutenberg el lado amable.
Pasos de Gutenberg

Tinta roja
Alberto Fuguet

Por Daniel Salinas Basave

Una sola frase escrita en la contraportada del libro, fue capaz de motivarme leer Tinta roja, novela del escritor chileno Alberto Fuguet; “El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle”.
Palabras lo suficientemente contundentes y retadoras para despertar mi curiosidad en torno a dicho texto.
No hubo recomendación ni antecedente de por medio que impulsaran su lectura y aunque suelo pensar que es un grave error confiar ciegamente en la semblanza de contraportada que elabora la casa editorial, en esta ocasión me dejé guiar únicamente por esta contundente sentencia.
El resultado fue la lectura de una novela que si bien en términos estructurales y de trama no aporta nada novedoso ni mucho menos sorprendente, me deja por herencia un personaje que por si sólo justifica la lectura de las 409 páginas que conforman Tinta roja.
Se trata de Saúl Faúndez, sin duda el retrato literario mejor logrado de un periodista de vieja escuela que he visto en mucho tiempo. Perdonando la odiosa comparación y guardando las imprescindibles distancias, tal vez solo un Vicente Leñero sea capaz de reconstruir con mayor sagacidad los bajos fondos del periodismo rojo.
Es increíble que sea un escritor al que le han colgado el calificativo de “yuppie” y que carece de una formación periodística, quién haya logrado reflejar de manera tan pura a un reportero sudamericano de nota roja que trabaja en un tabloide amarillista.
Máxime si tomamos en cuenta que Fuguet es un autor que, según sus propias palabras, no gusta de profundidades intelectuales ni es amigo de los acertijos literarios. Criado en California hasta los 12 años, Fuguet tuvo el inglés como primera lengua y solo hasta su adolescencia aprendió el idioma de Cervantes. De ahí que sorprenda tanto su capacidad de recrear la dinámica de un diario popular sudamericano de una manera tan realista.
Fuera de eso, nos encontramos ante una novela narrada en forma por demás sencilla y sin mayores retos ni obstáculos para el lector. Vaya, con decir que casi podría colgarle el adjetivo de juvenil.
Tinta roja nos narra la historia de Alfonso Fernández, escritor y periodista chileno quien se gana la vida como editor general de una revista “yuppie”. Un verano conoce a Martín Vergara, un joven de 23 años recién egresado de periodismo que hace sus prácticas en la revista.
Al observar el talento y la agudeza de este chico, Fernández evoca los tiempos en que él mismo empezó a dar sus primeros pasos en la profesión y entonces recuerda a su antiguo maestro, el viejo reportero Saúl Faúndez.
A partir de ahí empieza a contarnos la historia de su paso por las páginas rojas de El Clamor, un diario de corte popular que ilustra sus portadas con los crímenes más sangrientos de la ciudad.
Es entonces cuando encontramos la verdadera sustancia de esta novela y la que acaba por rescatarla de la intrascendencia.
Alfonso se da cuenta que la vida práctica de su maestro, que como buen periodista de vieja escuela es un empírico total, nada tiene que ver con lo aprendido en el aula universitaria.
Faúndez, viejo lobo de mar de redacciones olorosas a tinta, acostumbrado a su vieja máquina de escribir y el sistema de linotipos, es casi un personaje propio de novela picaresca española.
Ingenio, sagacidad y un colmillo demasiado retorcido para hacer trampas, son las enseñanzas de este maestro, que al final, es el único personaje capaz de brillar en 409 páginas más bien sosas y afectadas por una irremediable vocación light.
De cualquier manera, Tinta roja es una obra ideal para ser leída por estudiantes de comunicación o periodismo pues además de ser bastante digerible, permitirá a los futuros comunicadores hacerse una idea más o menos realista de las reglas no escritas del periodismo callejero.
Queramos o no, todo periodista necesita un poco del colmillo retorcido de Saúl Faúndez para “sobrevivir” en el oficio y ese colmillo, hasta donde tengo entendido, solo puede formarlo la gran e inigualable cátedra de la calle.