Hoy traía más o menos abierta la válvula del odio. Hoy básicamente estaba sudando mala vibra. Sucede que estos sentimientos a menudo me llevan olvidarme de todo asunto laboral y me ponen a parir alucinajes diversos, que dan como resultado que mi inspiración vomite narraciones plagadas de miasmas. Por alguna razón, cuando empiezo a sudar odio y a gritar con pleno conocimiento de causa que el Mundo es una mierda, mi mejor terapia es escribir cuentos en segunda persona con una alta carga de insultos. Siempre me sucede igual. Me gusta poner una voz a insultar a un personaje inerte e indefenso. Hoy la terapia me ha dado resultados y luego de dedicar mi guardia nocturna a escribir este cuento plagado de escatología y malos deseos, debo admitir que ya me siento más tranquilo.
Advierto de antemano que es mierda en estado puro.
La Danza del Flagelo
(I SPIT ON YOUR GRAVE)
Por Ipanema Dávila Sandoval
Lo único que lamento esta mañana, es que me siento demasiado cruda como para ir a escupir a tu tumba.
Alguien, no te voy a decir quién, me dijo que apestabas a madres y yo no se si sea exageración, pero hasta me comentó que ya había varios miles de gusanos saliéndote por los ojos y los hoyos de la na-riz.
¿Tan pinche olerás como para que me llegue el hornazo hasta afuera de tu tumba? Digo, por aquello de que más tarde me anime a ir a aventarte un gargajo al panteón. Y es que imagínate si de verdad jedes así de gacho como dicen; con la crudita que me cargo voy a acabar guacarenado en tu ya de por sí jodida fosa común.
Lo peor es que ya ni asco te han de dar mis guácaras. Te las conoces de memoria. Menos te van a ofender mis escupitajos.
Pero yo no me quedo tan atrás, eso sí que ni se te olvide. Con decirte, y toma en cuenta que es con todo el dolor de mi corazón y mi nariz, que yo también me acostumbre a tus guácaras. Sí, aunque no lo creas, había noches, y también días, en que de plano me valían madres. Una guacareada más, una guacareada menos ¿Qué más da? Esa cosa que fuimos tu y yo, que quien sabe lo que haya sido, fue una cosa que se construyó de guácaras, meados, cagadas y flatulencias diversas. Ah y claro, no creas que se me olvida incluir en la lista tus pinches venidas ipsofactas que acababan por confundirse entre todo el mierdero. Ahí sí perdóname que te lo diga, pero la verdad es que no tenías madre con tu pinche descaro. Esa chingada manía tuya de venirte sobre mis nalgas. No durabas diez segundos, pero eso sí, te salías y te chorreabas arriba de mi. Hijo de tu reputísima madre. Según tu se veía muy cachondo, ¿Pues que te sentías pobre pendejo? No me digas que le querías pegar al gladiador porno porque entonces sí vas a matarme de la risa. Ahí donde estés ahorita deberías aprovechar para agra-decerle a algún santito que no te reventé los huevos de una patada en uno de esos chistecitos. Carajo, me acuerdo y ya no nada más me dan ganas de escupirte, sino de desenterrarte así todo podrido como estés y arrimarte el patadón en los huevos que nunca te di. Perdóname, pero no me quiero quedar con las ganas. Esa es mi mayor deuda contigo, el soberano patadón que tantos méritos hiciste por ganarte. Estamos pendientes. Nomás no cantes victoria ni creas que ya te libraste. Conste que te advertí. Aunque tengas el mugrero atascado de liendres y gusanos, me cae que voy a cumplir con mi promesa de patearte con mis botas rojas, las mismitas que traía el día en que tuve la desgracia de conocerte, esas botucas de casquillo que no me quitaba ni para dormir ni coger. Y pensar que todavía te atreviste a decirme que me veía muy cachonda y muy sado cogiendo con mis bototas. Puñetero ¿qué chingados sabes tu de sado? Pero eso sí, según tu muy digno todavía te sentiste con el derecho de decirme que me olían las patas la única vez en tu pobre vida en que me viste quitarme las botas, aquella tarde fría en que me puse terca de ir a nadar al mar.
Me dieron ganas de ahogarte esa vez, pero eras tan puto, que se te frunció para entrar al agua y ahí me dejaste sola nadando en pelotas mientras tú te empinabas lo poco que le quedaba a nuestra última botella. Y luego no apolingabas ni un quinto para comprar la otra, pero eso sí, bien que te las pisteabas cabroncito.
¿Te acuerdas de la tocada de mierda en la que nos conocimos ? La verdad no creo. Estabas tan pedo. Lo que más risa me dio fue tu jeta de borrego a medio morir con que te acercaste. Hubieras hecho cualquier cosa, óyeme bien, cualquier pinche cosa con tal de bajarme un trago de la botella Santa Helena Blanco que tan a gusto me estaba pisteando.
La banda que estaba tocando estaba de lo más aburrida. Tan jodido dejé al pobre cantantito la noche anterior, que al oír su voz de verdad me quedé con la impresión de haberle dejado un huevo pellizcado de por vida. Según él muy punketo, muy enfermote, me contrató para una sesión de hard core sado pero le arrimé tan buenos latigazos preliminares, que ya ni siquiera quiso que siguiera lo demás y se fue de mi cuarto como niño nalgueado. Eso sí, le cobré la sesión completa, ahora resulta que porque me salió puto el punketito le iba a perdonar la mitad de la tarifa. Ni madres. Con lo que me pagó me fui a pistear al antrucho ese donde tocaba su banda. Digo, para aprovechar y repartir mis tarjetitas entre los asistentes ¿Te acuerdas de mis tarjetitas? la verdad me veía culísimo en la foto y perdona la modestia pero hasta antojable, no me digas que no. Con mis bototas rojas, mi falda negra de cuero y mi antifaz con estoperoles, estaba para no resistirse. ¿Habrás llevado mi tarjetita en el bolso cuando encontraron tu jediondo cuerpo? Voy a mandarme hacer unas tarjetitas nuevas con una foto más provocativa, aunque con la misma frase; - -¿Quieres conocer los placeres del dolor? Llámame y vive en carne propia mi seductora Danza del Flagelo- No te arrepentirás-
Por esa época en que me conociste llamaba mucha gente. Mucho ruco andropaúsico que iba con ganas de que le arrimara unas nalgadillas mientras le escupía cochinadas. Con esos tenía cuidado. Pagaban buena feria y se conformaban con muy poco, así que por nada del mundo iba a pasarme de verga. ¿Te imaginas si les daba duro con el látigo? Capaz que uno se me muere y ahora sí que a valer madre, pues eran tipos de feria esos rucos. Si encontraban un muerto en mi casa no me iba a zafar tan fácil. Eso sí, como quiera les cumplía con el show, por eso no podían quejarse. Les amarraba las manitas con cadenas en las argollas que tenía colgadas del techo, le ponía un mecate en el cuello que casi los ahorcaba y entonces empezaba con mi baile. Máscara y guantes de seda, medias de red, botas rojas y un par de látigos con puntas de metal balanceándose en mi mano al demencial ritmo de la música de Genitortures. Un agasajo la mera vedad. Más que justificados los 400 dólares que cobraba por sesión. Y es que eso de ser dominatrix tiene su chiste, requiere su buena dosis de ingenio (y también de coca, para que te digo que no). Cuando jalaba de simple putita congalera de 150 dólares por hora, la cosa era bastante fácil. Darle su respectiva mamada al tipo, siempre y cuando pagara la tarifa extra de 25 dolarucos por oralidad previa, ponerle su condón, fingir una deliciosa venida y listo; servido está usted caballero, que pase el siguiente.
Hasta que un día me dio una hueva enorme verme a mi misma con esa carota de pendeja, haciéndome la muy caliente cada que un pinche cerdo me aplastaba bajo su panza caguamera y dije ya basta; si yo sentía repulsión por esos tipos, nada mejor que descargar sobre ellos todo mi desprecio en lugar de tener que fingir que me excitaban. Lo mejor de todo, aunque eso lo descubrí después, es que los pobres pendejos pagaban más caro por una mujer que los insultara y les pusiera unas reverendas latiguizas, que por una que jadeara a gritos diciéndoles mi tigre, mi rey, mi Tarzán y de más adulaciones que esos vejestorios ya ni se creían. Y es que al barrio está lleno de zorritas fingeorgasmos, pero hasta donde tengo entendido, no hubo ninguna otra dominatrix aparte de mí.
Claro, le invertí una lanita al vestuario de cuero y metal y también al acondicionamiento de mi recámara. Pero la inversión se recuperó de volada. Al principio yo no sabía cuánto cobrar. Empecé con 200 dólares por sesión, pero cuando vi que me sobraban los clientes, la fui subiendo. Tener el monopolio del sadomasoquismo en el pueblo con un mercado cautivo de comeviagras me permite darme el lujo de cobrar altas tarifas.
Como te decía, con los rucos tenía bastante piedad. Unos cuantos chicotazillos leves mientras le bailaba alrededor balanceando mi látigo. Con los más jóvenes no me tocaba tanto el corazón y a esos sí les daba con el chicote hasta sangrarlos, como le sucedió al pobre punketo pelos rojos que estaba cantando la jodida noche en que te conocí. Aunque la tarifa de 400 dólares les daba derecho a una cogida al final de la sesión, la verdad es que no eran muchos los que aprovechaban la promoción y si quieres que te sea honesta, he de decirte que en esa época cogí poco, muy poco. Llegaron a pasar varias semanas sin que nadie me diera una buena metida de verga como Dios manda. Claro, hubo sus excepciones; una vez llegó un tipo de pelo negro larguísimo que se prendió tanto con los latigazos, que se zafó quien sabe como de las cadenas y me dio un cogidón por el culo que todavía me duele.
No me puedo quejar. Me iba bastante bien en el negocio y me emocionaba ver la carota de envidia de las zorritas ex compañeras de trabajo cuando me veían bajar toda vestida de cuero de mi nuevo camionetón. Hasta que llegaste tu a cagarla y todo se fue al caño con solo mirar tu carota de de tlacuache desnutrido y tus ojos de pordiosero fijos sobre mi escote. La primera de tus chingaderas fue tomarte de hidalgo mi deliciosa botella de Santa Helena
Todo lo demás llegó después. Mi primer error fue aceptar darte por lástima el trago de mi botella que me pediste con tu fabulosa expresión de muerto de hambre que tan bien te salía. Si te hubiera regalado ahí mismo la patada en los huevos que nunca te dí, tal vez nada de esto hubiera pasado. Pero esa fue solo la primera de todas mis pendejadas. La segunda, aún más grave, fue abrir la boca cuando te acercaste a darme tu baboso primer beso, según tu muy seductor y romántico. Nunca te lo dije, pero besabas de la verga. Sin embargo, el verdadero acabose fue cuando se me ocurrió invitarte a que pasaras la noche en mi sacrosanta recámara, templo de mi prosperidad económica. Según yo me hacía falta una cogidita relajante, sin compromiso, digo, si una es experta cocinera también tiene derecho a que de vez en cuando le cocinen. El problema es que tu no sabías cocinar ni un chingado plato rancio. De veras, no te lo tomes a mal ni creas que estoy exagerando si te digo que nunca, lo que se dice nunca en toda mi vida me habían cogido tan mal. En serio, me he puesto a hacer un ana-lítico repaso mental de todos los episodios sexuales que me han ocurrido desde los tiempos de mi desvirigine a los 12 años y en serio que te llevas el campeonato. Ni en el más aburrido domingo de mi vida me he sentido tan mal cogida. Puedes presumir el record y mira que por mi cama han desfilado pitos bastante mediocres, pero ninguno, lo que se dice ninguno, empata tu record de los siete segundos. Puedes presumirlo allá donde estés.
Tu nulidad quedó al descubierto desde la primera noche, cuando según tú en plan muy dominante me ordenaste que me pusiera de perrito y yo dije este cabrón debe ser de los míos y va a acabar so-domizándome, pero que va. Estaba yo en esas reflexiones sintiendo apenas tu minúscula cosa abrién-dose paso entre mis paredes vaginales cuando oigo tu pinche gritote de tos perruna y siento mis nalgas cho-rreadas. Pero eso no es todo; luego de mirarme con la baba colgando vi como el rostro se te descomponía y de pronto tu hocico empezó a hacer erupción, cual si fuera un volcán de vómito. En cuestión de segundos mis hermosas sábanas de seda negra con rojo estaban totalmente guacareadas. Acto seguido, te dejaste caer desparramado sobre tus pinches gracias estomacales y te quedaste bien jetón. Como era de esperarse roncaste toda la noche. No me pidas que te explique la razón por la cual no te corrí a punta de patadas y latigazos. Yo misma no he podido explicármela hasta ahora.
Mucho menos he podido explicarme como permití que te quedaras dos semanas completitas durmiendo en mi cama los siguientes diez malditos meses en los que tuviste a bien tumbarme clientes y regalarme otras tantas cogidas relámpago tan o más insípidas que la primera.
Lo primero que tuve que hacer la primera mañana que amanecí contigo, fue cancelar a los cuatro clientes que tenía citados para ese día. Hubiera sido espantoso para mi reputación que vieran mis hermosas sábanas de seda atascadas de vomitada. Lo peor fue que ni en la tintorería se les quito el olor de tu guácara ¿pues qué chingados tragabas? Tuve que comprar otras por supuesto, que también tuviste a bien guacarearme una noche que estaba tan peda, como para tener fuerzas para contenerte.
Entonces creí que había llegado al más oscuro y recóndito fondo de toda bajeza posible. No podía concebir que hubiera un paso más abajo de ti, pero lo había, definitivamente lo había. Eso lo supe cuando de buenas a primeras te empezaste a ostentar como... ¡Mi hombre¡ Habráse visto. Nunca en mi vida nadie se adjudicó sobre mi un título de propiedad alguno ni se atrevió siquiera a sugerir que podía regentearme hasta que llagaste tu y empezaste a jugar el rol de mi padrote y ese, a diferencia de tus cogidas, sí que te salía bien. Después de todo, nunca dije que no fueras un cerdo codicioso. Pero la mayor bajeza no fue el que tu te atrevieras a autonombrarte mi macho de buenas a primeras, sino el hecho de que yo lo aceptara y permitiera que me tumbaras mis tarifas de 400 dólares disque para administrarlos. Primero, según tu, agarraste el rol de maridito celoso que no quiere que por nada del mundo le toquen a su mujer, pero cuando viste que mis latigazos costaban 400 dólares te diste cuenta que ahí estaba la mina de oro y como tu nunca te preocupaste por hacer algo parecido a trabajar, para pronto dijiste de aquí soy. Según tu me cuidabas y vigilabas que ningún ruquito latigueado se fuera a pasar de lanza conmigo. Por favor, si los pobres se morían de miedo nada más de verme, pero ahí estabas tu, haciéndola disque de guarura, con tu metro sesenta de altura y tus brazos enclenques.
Permití que me malcogieras, que me humillaras, que me jinetearas la feria y vomitaras sobre las sábanas, pero en una sola cosa sí me mantuve férrea: jamás acepté bailar para ti la Danza del Flagelo. Digo, negocios son negocios y por alguna razón me requeteemputaba la idea de regalarte mi trabajo. Algún reducto de dignidad debía yo de mantener y ahí sí, por más que me rogaste y te arrodillaste, jamás accedí a ejecutar mi danza para ti. Por lo menos a alguna cosa tenía que decirte que no. Por lo demás, los acontecimientos siguieron su curso y pronto me fui acostumbrando a tu presencia.
Me divertía de sobremanera beber en tu compañía. Después de todo, antes de que te pusieras cachondo y soltaras tus guácaras eras un borracho divertido. Vaya, con decirte que hasta me acostumbré a guacarear tanto como tú luego de tres botellas y dos pases de coca pagados con los recursos que generaba la Danza del Flagelo. La verdad, para que me hago pendeja, me la pasaba bien contigo. Puta madre, pensar que en las noches, ya medio dormida, hasta me abrazaba cariñosa a tu cuerpo roncante. Sí, también te odiaba bastantito, para que voy a negarlo, pero con toda la humillación de mi corazón debo aceptar empezabas a hacerme falta, hijo de tu pinche madre, algún toloache muy efectivo habrás echado en mis vinos, pues aunque me parecías repugnante, cada vez me hacías más falta.
Hasta que me pediste tu pinche regalo de cumpleaños y todo se fue al carajo.
No se cómo lograste hacerme ceder, yo creo que me tocaste la vena de la ternura, pero el hecho es que me convenciste. A como diera lugar querías que de regalo de cumpleaños ejecutara para ti la Danza del Flagelo.
Te saliste con la tuya condenado y ahí me tenías esa tarde lluviosa encadenándote las muñecas y atando pacientemente la soga a tu cuello como una madre amorosa que viste a su hijo con el uniforme de la primaria. Después me fui a cambiar y por primera y única vez en tu jodida existencia, pudiste verme con mi ropa de cuero balanceando mi látigo sensual solo para tí. Como música de fondo elegí una pieza especial: Sodoms lullaby de Incestus Grand Mothers. Acéptalo, dime que me veía suculenta y malavada. Lo vi en tus ojos, desde el oscuro infierno donde estés ardiendo deberás admitir que al menos esa tarde sí te enamoraste de mí. Se te caía la pinche baba de verme bailar con mi látigo.
Te confieso que primero pensé en tratarte como a los viejitos y reservarte puros latigazos leves, casi simbólicos, pero cuando empecé a ondear el flagelo y las tres puntas de metal tocaron por primera vez tu pecho, me empecé a excitar. Perdóname, seguramente no esperabas un chingazo tan duro, pero yo lo disfruté en el alma. Entonces por alguna razón me empezaron a dar ganas de desgarrar tu piel a punta de látigo. Hasta en eso te puedes sentir afortunado, pues nunca antes había sentido tantos deseos de flagelar a un cliente. Me estaba excitando tanto, que hasta grité cuando te regalé el segundo chicotazo que te dejó tremenda marca cruzándote la cara. Entonces me miraste con tu célebre cara de pordiosero causa lástimas como pidiéndome piedad, pero ignorabas que una vez comenzada la verdadera Danza del Flagelo, no es posible abrir la puerta a la compasión y procedía recetarte el tercer chicotazo en la espalda. Por si fuera poco, tu jeta morada ponía en evidencia que la soga te estaba apretando el cuello más de lo políticamente correcto. Eso me excitó aún más, así que obsequié mi cuarto latigazo, esta vez en tu tenso pescuezo y espero, solo espero, que lo hayas apreciado como un obsequio, pues tú sabes bien los dólares que valía cada uno de mis golpes. Con lo que yo no contaba, pobre ilusa de mí, es que tu aguante de chicotazos era tan pobre como tu aguante a la hora de cogerme. Cuando apenas te iba a dar el quinto, directo y sin escalas a tus mismísimos huevos, te empezaste a convulsionar de una manera de lo más cómica y fiel a tu añeja tradición, comenzaste a escupir una guácara espumosa mientras tu rostro se deformaba. Y así, sin decir agua va, nomás te moriste, igual de rápido que tus precoces eyaculaciones. No se si fue asfixia, si fueron los latigazos o de plano el pinche miedo de verme tan emocionada poniéndote en tu madre. La cuestión es que tuviste a bien morirte en cuestión de segundos y para serte honesta, en ese preciso momento no pude determinar como me sentía exactamente, pues confieso que tardó en caerme el veinte de que mi super flagelo te había transformado en un cadáver y que tenía que esconderte o largarme a la chingada de ahí cuanto antes. Como suelo tomar la decisión equivocada, opté por la segunda alternativa y lo que más lamenté al cruzar la puerta de mi cuarto, fue no haberme dado un minuto de más para zorrajarte la patada en los huevos, que como te he comentado, traigo aún tantas ganas de darte. No había motivo para entrar en pánico, pero no me apetecía la idea de pasar demasiado tiempo ahí con tu jodido cuerpo colgando y cometí el error de irme demasiado rápido y dejar en el cuarto todo mi guarda ropa de cuero, mis nuevas sábanas de seda, mi colección de látigos y las llaves de mi supercamioneta que tu habías tenido el descaro de expropiar desde el día en que te convertiste en mi padrote. Tampoco traía demasiado dinero en la bolsa y nunca supe donde diablos escondías toda la lana que me jineteaste durante estos diez meses.
Cuando me largué de ahí te iba maldiciendo en voz baja y es que pensándolo bien, tu muerte me jodió bien y bonito. Tuve que abandonar mi hermoso cuarto y la ciudad donde tenía una fabulosa cartera de clientes, todo porque a ti se te ocurrió no aguantar mis cinco latigazos.
Todos estos días he traído ganas de escupirte y patearte y si no fuera por lo cruda que estoy, ya esta-ría junto a tu tumba en este momento. Anoche un amigo me notificó sobre el hallazgo de tu cadáver. Se tardaron trece largos días en dar contigo. Lógico es que apestaras a mierda y pensándolo bien, sí me creo la historia esa de los gusanos en tus ojos. La policía me anda buscando así que deberé esperar algún tiempo antes de ponerme a trabajar de nuevo y empezar a repartir tarjetas de la Danza del Flagelo. Por fortuna a los pobres diablos como tú los olvida muy pronto la justicia y francamente no creo que inviertan demasiados esfuerzos para que tu crimen no quede impune.
Por lo demás, aún estoy indecisa entre si ir o no a escupir a tu fosa común. Te confieso que mis sen-timientos se confunden mucho últimamente. A lo mejor al llegar al cementerio me da por mear tu tumba. O quién sabe, tampoco descarto que pueda sentir algo que se parezca un poquito a la tristeza. Por favor no te rías de mi cursilería, pero a veces me haces falta y sí, extraño tus guacareadas, tus ronquidos y tus malcogidas. Sí, ya se que es el colmo de lo rimbombante, pero estoy a punto de pensar que a lo mejor y hasta me enamoré de ti. Ya mejor aquí le paro, porque al paso que va mi nostalgia, en lugar de ir a escupirte o a patearte los huevos, voy a acabar masturbándome en tu tumba evocado tu desgraciada figura. ¿No te parece el colmo del ridículo? Tú que en mil intentos nunca fuiste capaz de hacerme venir, me empiezas a gustar para ser la musa mental de mis futuros orgasmos. Por lo pronto, confórmate con que te perdone el escupitajo y la patada en los huevos.
IDS
I spit on your grave
Advierto de antemano que es mierda en estado puro.
La Danza del Flagelo
(I SPIT ON YOUR GRAVE)
Por Ipanema Dávila Sandoval
Lo único que lamento esta mañana, es que me siento demasiado cruda como para ir a escupir a tu tumba.
Alguien, no te voy a decir quién, me dijo que apestabas a madres y yo no se si sea exageración, pero hasta me comentó que ya había varios miles de gusanos saliéndote por los ojos y los hoyos de la na-riz.
¿Tan pinche olerás como para que me llegue el hornazo hasta afuera de tu tumba? Digo, por aquello de que más tarde me anime a ir a aventarte un gargajo al panteón. Y es que imagínate si de verdad jedes así de gacho como dicen; con la crudita que me cargo voy a acabar guacarenado en tu ya de por sí jodida fosa común.
Lo peor es que ya ni asco te han de dar mis guácaras. Te las conoces de memoria. Menos te van a ofender mis escupitajos.
Pero yo no me quedo tan atrás, eso sí que ni se te olvide. Con decirte, y toma en cuenta que es con todo el dolor de mi corazón y mi nariz, que yo también me acostumbre a tus guácaras. Sí, aunque no lo creas, había noches, y también días, en que de plano me valían madres. Una guacareada más, una guacareada menos ¿Qué más da? Esa cosa que fuimos tu y yo, que quien sabe lo que haya sido, fue una cosa que se construyó de guácaras, meados, cagadas y flatulencias diversas. Ah y claro, no creas que se me olvida incluir en la lista tus pinches venidas ipsofactas que acababan por confundirse entre todo el mierdero. Ahí sí perdóname que te lo diga, pero la verdad es que no tenías madre con tu pinche descaro. Esa chingada manía tuya de venirte sobre mis nalgas. No durabas diez segundos, pero eso sí, te salías y te chorreabas arriba de mi. Hijo de tu reputísima madre. Según tu se veía muy cachondo, ¿Pues que te sentías pobre pendejo? No me digas que le querías pegar al gladiador porno porque entonces sí vas a matarme de la risa. Ahí donde estés ahorita deberías aprovechar para agra-decerle a algún santito que no te reventé los huevos de una patada en uno de esos chistecitos. Carajo, me acuerdo y ya no nada más me dan ganas de escupirte, sino de desenterrarte así todo podrido como estés y arrimarte el patadón en los huevos que nunca te di. Perdóname, pero no me quiero quedar con las ganas. Esa es mi mayor deuda contigo, el soberano patadón que tantos méritos hiciste por ganarte. Estamos pendientes. Nomás no cantes victoria ni creas que ya te libraste. Conste que te advertí. Aunque tengas el mugrero atascado de liendres y gusanos, me cae que voy a cumplir con mi promesa de patearte con mis botas rojas, las mismitas que traía el día en que tuve la desgracia de conocerte, esas botucas de casquillo que no me quitaba ni para dormir ni coger. Y pensar que todavía te atreviste a decirme que me veía muy cachonda y muy sado cogiendo con mis bototas. Puñetero ¿qué chingados sabes tu de sado? Pero eso sí, según tu muy digno todavía te sentiste con el derecho de decirme que me olían las patas la única vez en tu pobre vida en que me viste quitarme las botas, aquella tarde fría en que me puse terca de ir a nadar al mar.
Me dieron ganas de ahogarte esa vez, pero eras tan puto, que se te frunció para entrar al agua y ahí me dejaste sola nadando en pelotas mientras tú te empinabas lo poco que le quedaba a nuestra última botella. Y luego no apolingabas ni un quinto para comprar la otra, pero eso sí, bien que te las pisteabas cabroncito.
¿Te acuerdas de la tocada de mierda en la que nos conocimos ? La verdad no creo. Estabas tan pedo. Lo que más risa me dio fue tu jeta de borrego a medio morir con que te acercaste. Hubieras hecho cualquier cosa, óyeme bien, cualquier pinche cosa con tal de bajarme un trago de la botella Santa Helena Blanco que tan a gusto me estaba pisteando.
La banda que estaba tocando estaba de lo más aburrida. Tan jodido dejé al pobre cantantito la noche anterior, que al oír su voz de verdad me quedé con la impresión de haberle dejado un huevo pellizcado de por vida. Según él muy punketo, muy enfermote, me contrató para una sesión de hard core sado pero le arrimé tan buenos latigazos preliminares, que ya ni siquiera quiso que siguiera lo demás y se fue de mi cuarto como niño nalgueado. Eso sí, le cobré la sesión completa, ahora resulta que porque me salió puto el punketito le iba a perdonar la mitad de la tarifa. Ni madres. Con lo que me pagó me fui a pistear al antrucho ese donde tocaba su banda. Digo, para aprovechar y repartir mis tarjetitas entre los asistentes ¿Te acuerdas de mis tarjetitas? la verdad me veía culísimo en la foto y perdona la modestia pero hasta antojable, no me digas que no. Con mis bototas rojas, mi falda negra de cuero y mi antifaz con estoperoles, estaba para no resistirse. ¿Habrás llevado mi tarjetita en el bolso cuando encontraron tu jediondo cuerpo? Voy a mandarme hacer unas tarjetitas nuevas con una foto más provocativa, aunque con la misma frase; - -¿Quieres conocer los placeres del dolor? Llámame y vive en carne propia mi seductora Danza del Flagelo- No te arrepentirás-
Por esa época en que me conociste llamaba mucha gente. Mucho ruco andropaúsico que iba con ganas de que le arrimara unas nalgadillas mientras le escupía cochinadas. Con esos tenía cuidado. Pagaban buena feria y se conformaban con muy poco, así que por nada del mundo iba a pasarme de verga. ¿Te imaginas si les daba duro con el látigo? Capaz que uno se me muere y ahora sí que a valer madre, pues eran tipos de feria esos rucos. Si encontraban un muerto en mi casa no me iba a zafar tan fácil. Eso sí, como quiera les cumplía con el show, por eso no podían quejarse. Les amarraba las manitas con cadenas en las argollas que tenía colgadas del techo, le ponía un mecate en el cuello que casi los ahorcaba y entonces empezaba con mi baile. Máscara y guantes de seda, medias de red, botas rojas y un par de látigos con puntas de metal balanceándose en mi mano al demencial ritmo de la música de Genitortures. Un agasajo la mera vedad. Más que justificados los 400 dólares que cobraba por sesión. Y es que eso de ser dominatrix tiene su chiste, requiere su buena dosis de ingenio (y también de coca, para que te digo que no). Cuando jalaba de simple putita congalera de 150 dólares por hora, la cosa era bastante fácil. Darle su respectiva mamada al tipo, siempre y cuando pagara la tarifa extra de 25 dolarucos por oralidad previa, ponerle su condón, fingir una deliciosa venida y listo; servido está usted caballero, que pase el siguiente.
Hasta que un día me dio una hueva enorme verme a mi misma con esa carota de pendeja, haciéndome la muy caliente cada que un pinche cerdo me aplastaba bajo su panza caguamera y dije ya basta; si yo sentía repulsión por esos tipos, nada mejor que descargar sobre ellos todo mi desprecio en lugar de tener que fingir que me excitaban. Lo mejor de todo, aunque eso lo descubrí después, es que los pobres pendejos pagaban más caro por una mujer que los insultara y les pusiera unas reverendas latiguizas, que por una que jadeara a gritos diciéndoles mi tigre, mi rey, mi Tarzán y de más adulaciones que esos vejestorios ya ni se creían. Y es que al barrio está lleno de zorritas fingeorgasmos, pero hasta donde tengo entendido, no hubo ninguna otra dominatrix aparte de mí.
Claro, le invertí una lanita al vestuario de cuero y metal y también al acondicionamiento de mi recámara. Pero la inversión se recuperó de volada. Al principio yo no sabía cuánto cobrar. Empecé con 200 dólares por sesión, pero cuando vi que me sobraban los clientes, la fui subiendo. Tener el monopolio del sadomasoquismo en el pueblo con un mercado cautivo de comeviagras me permite darme el lujo de cobrar altas tarifas.
Como te decía, con los rucos tenía bastante piedad. Unos cuantos chicotazillos leves mientras le bailaba alrededor balanceando mi látigo. Con los más jóvenes no me tocaba tanto el corazón y a esos sí les daba con el chicote hasta sangrarlos, como le sucedió al pobre punketo pelos rojos que estaba cantando la jodida noche en que te conocí. Aunque la tarifa de 400 dólares les daba derecho a una cogida al final de la sesión, la verdad es que no eran muchos los que aprovechaban la promoción y si quieres que te sea honesta, he de decirte que en esa época cogí poco, muy poco. Llegaron a pasar varias semanas sin que nadie me diera una buena metida de verga como Dios manda. Claro, hubo sus excepciones; una vez llegó un tipo de pelo negro larguísimo que se prendió tanto con los latigazos, que se zafó quien sabe como de las cadenas y me dio un cogidón por el culo que todavía me duele.
No me puedo quejar. Me iba bastante bien en el negocio y me emocionaba ver la carota de envidia de las zorritas ex compañeras de trabajo cuando me veían bajar toda vestida de cuero de mi nuevo camionetón. Hasta que llegaste tu a cagarla y todo se fue al caño con solo mirar tu carota de de tlacuache desnutrido y tus ojos de pordiosero fijos sobre mi escote. La primera de tus chingaderas fue tomarte de hidalgo mi deliciosa botella de Santa Helena
Todo lo demás llegó después. Mi primer error fue aceptar darte por lástima el trago de mi botella que me pediste con tu fabulosa expresión de muerto de hambre que tan bien te salía. Si te hubiera regalado ahí mismo la patada en los huevos que nunca te dí, tal vez nada de esto hubiera pasado. Pero esa fue solo la primera de todas mis pendejadas. La segunda, aún más grave, fue abrir la boca cuando te acercaste a darme tu baboso primer beso, según tu muy seductor y romántico. Nunca te lo dije, pero besabas de la verga. Sin embargo, el verdadero acabose fue cuando se me ocurrió invitarte a que pasaras la noche en mi sacrosanta recámara, templo de mi prosperidad económica. Según yo me hacía falta una cogidita relajante, sin compromiso, digo, si una es experta cocinera también tiene derecho a que de vez en cuando le cocinen. El problema es que tu no sabías cocinar ni un chingado plato rancio. De veras, no te lo tomes a mal ni creas que estoy exagerando si te digo que nunca, lo que se dice nunca en toda mi vida me habían cogido tan mal. En serio, me he puesto a hacer un ana-lítico repaso mental de todos los episodios sexuales que me han ocurrido desde los tiempos de mi desvirigine a los 12 años y en serio que te llevas el campeonato. Ni en el más aburrido domingo de mi vida me he sentido tan mal cogida. Puedes presumir el record y mira que por mi cama han desfilado pitos bastante mediocres, pero ninguno, lo que se dice ninguno, empata tu record de los siete segundos. Puedes presumirlo allá donde estés.
Tu nulidad quedó al descubierto desde la primera noche, cuando según tú en plan muy dominante me ordenaste que me pusiera de perrito y yo dije este cabrón debe ser de los míos y va a acabar so-domizándome, pero que va. Estaba yo en esas reflexiones sintiendo apenas tu minúscula cosa abrién-dose paso entre mis paredes vaginales cuando oigo tu pinche gritote de tos perruna y siento mis nalgas cho-rreadas. Pero eso no es todo; luego de mirarme con la baba colgando vi como el rostro se te descomponía y de pronto tu hocico empezó a hacer erupción, cual si fuera un volcán de vómito. En cuestión de segundos mis hermosas sábanas de seda negra con rojo estaban totalmente guacareadas. Acto seguido, te dejaste caer desparramado sobre tus pinches gracias estomacales y te quedaste bien jetón. Como era de esperarse roncaste toda la noche. No me pidas que te explique la razón por la cual no te corrí a punta de patadas y latigazos. Yo misma no he podido explicármela hasta ahora.
Mucho menos he podido explicarme como permití que te quedaras dos semanas completitas durmiendo en mi cama los siguientes diez malditos meses en los que tuviste a bien tumbarme clientes y regalarme otras tantas cogidas relámpago tan o más insípidas que la primera.
Lo primero que tuve que hacer la primera mañana que amanecí contigo, fue cancelar a los cuatro clientes que tenía citados para ese día. Hubiera sido espantoso para mi reputación que vieran mis hermosas sábanas de seda atascadas de vomitada. Lo peor fue que ni en la tintorería se les quito el olor de tu guácara ¿pues qué chingados tragabas? Tuve que comprar otras por supuesto, que también tuviste a bien guacarearme una noche que estaba tan peda, como para tener fuerzas para contenerte.
Entonces creí que había llegado al más oscuro y recóndito fondo de toda bajeza posible. No podía concebir que hubiera un paso más abajo de ti, pero lo había, definitivamente lo había. Eso lo supe cuando de buenas a primeras te empezaste a ostentar como... ¡Mi hombre¡ Habráse visto. Nunca en mi vida nadie se adjudicó sobre mi un título de propiedad alguno ni se atrevió siquiera a sugerir que podía regentearme hasta que llagaste tu y empezaste a jugar el rol de mi padrote y ese, a diferencia de tus cogidas, sí que te salía bien. Después de todo, nunca dije que no fueras un cerdo codicioso. Pero la mayor bajeza no fue el que tu te atrevieras a autonombrarte mi macho de buenas a primeras, sino el hecho de que yo lo aceptara y permitiera que me tumbaras mis tarifas de 400 dólares disque para administrarlos. Primero, según tu, agarraste el rol de maridito celoso que no quiere que por nada del mundo le toquen a su mujer, pero cuando viste que mis latigazos costaban 400 dólares te diste cuenta que ahí estaba la mina de oro y como tu nunca te preocupaste por hacer algo parecido a trabajar, para pronto dijiste de aquí soy. Según tu me cuidabas y vigilabas que ningún ruquito latigueado se fuera a pasar de lanza conmigo. Por favor, si los pobres se morían de miedo nada más de verme, pero ahí estabas tu, haciéndola disque de guarura, con tu metro sesenta de altura y tus brazos enclenques.
Permití que me malcogieras, que me humillaras, que me jinetearas la feria y vomitaras sobre las sábanas, pero en una sola cosa sí me mantuve férrea: jamás acepté bailar para ti la Danza del Flagelo. Digo, negocios son negocios y por alguna razón me requeteemputaba la idea de regalarte mi trabajo. Algún reducto de dignidad debía yo de mantener y ahí sí, por más que me rogaste y te arrodillaste, jamás accedí a ejecutar mi danza para ti. Por lo menos a alguna cosa tenía que decirte que no. Por lo demás, los acontecimientos siguieron su curso y pronto me fui acostumbrando a tu presencia.
Me divertía de sobremanera beber en tu compañía. Después de todo, antes de que te pusieras cachondo y soltaras tus guácaras eras un borracho divertido. Vaya, con decirte que hasta me acostumbré a guacarear tanto como tú luego de tres botellas y dos pases de coca pagados con los recursos que generaba la Danza del Flagelo. La verdad, para que me hago pendeja, me la pasaba bien contigo. Puta madre, pensar que en las noches, ya medio dormida, hasta me abrazaba cariñosa a tu cuerpo roncante. Sí, también te odiaba bastantito, para que voy a negarlo, pero con toda la humillación de mi corazón debo aceptar empezabas a hacerme falta, hijo de tu pinche madre, algún toloache muy efectivo habrás echado en mis vinos, pues aunque me parecías repugnante, cada vez me hacías más falta.
Hasta que me pediste tu pinche regalo de cumpleaños y todo se fue al carajo.
No se cómo lograste hacerme ceder, yo creo que me tocaste la vena de la ternura, pero el hecho es que me convenciste. A como diera lugar querías que de regalo de cumpleaños ejecutara para ti la Danza del Flagelo.
Te saliste con la tuya condenado y ahí me tenías esa tarde lluviosa encadenándote las muñecas y atando pacientemente la soga a tu cuello como una madre amorosa que viste a su hijo con el uniforme de la primaria. Después me fui a cambiar y por primera y única vez en tu jodida existencia, pudiste verme con mi ropa de cuero balanceando mi látigo sensual solo para tí. Como música de fondo elegí una pieza especial: Sodoms lullaby de Incestus Grand Mothers. Acéptalo, dime que me veía suculenta y malavada. Lo vi en tus ojos, desde el oscuro infierno donde estés ardiendo deberás admitir que al menos esa tarde sí te enamoraste de mí. Se te caía la pinche baba de verme bailar con mi látigo.
Te confieso que primero pensé en tratarte como a los viejitos y reservarte puros latigazos leves, casi simbólicos, pero cuando empecé a ondear el flagelo y las tres puntas de metal tocaron por primera vez tu pecho, me empecé a excitar. Perdóname, seguramente no esperabas un chingazo tan duro, pero yo lo disfruté en el alma. Entonces por alguna razón me empezaron a dar ganas de desgarrar tu piel a punta de látigo. Hasta en eso te puedes sentir afortunado, pues nunca antes había sentido tantos deseos de flagelar a un cliente. Me estaba excitando tanto, que hasta grité cuando te regalé el segundo chicotazo que te dejó tremenda marca cruzándote la cara. Entonces me miraste con tu célebre cara de pordiosero causa lástimas como pidiéndome piedad, pero ignorabas que una vez comenzada la verdadera Danza del Flagelo, no es posible abrir la puerta a la compasión y procedía recetarte el tercer chicotazo en la espalda. Por si fuera poco, tu jeta morada ponía en evidencia que la soga te estaba apretando el cuello más de lo políticamente correcto. Eso me excitó aún más, así que obsequié mi cuarto latigazo, esta vez en tu tenso pescuezo y espero, solo espero, que lo hayas apreciado como un obsequio, pues tú sabes bien los dólares que valía cada uno de mis golpes. Con lo que yo no contaba, pobre ilusa de mí, es que tu aguante de chicotazos era tan pobre como tu aguante a la hora de cogerme. Cuando apenas te iba a dar el quinto, directo y sin escalas a tus mismísimos huevos, te empezaste a convulsionar de una manera de lo más cómica y fiel a tu añeja tradición, comenzaste a escupir una guácara espumosa mientras tu rostro se deformaba. Y así, sin decir agua va, nomás te moriste, igual de rápido que tus precoces eyaculaciones. No se si fue asfixia, si fueron los latigazos o de plano el pinche miedo de verme tan emocionada poniéndote en tu madre. La cuestión es que tuviste a bien morirte en cuestión de segundos y para serte honesta, en ese preciso momento no pude determinar como me sentía exactamente, pues confieso que tardó en caerme el veinte de que mi super flagelo te había transformado en un cadáver y que tenía que esconderte o largarme a la chingada de ahí cuanto antes. Como suelo tomar la decisión equivocada, opté por la segunda alternativa y lo que más lamenté al cruzar la puerta de mi cuarto, fue no haberme dado un minuto de más para zorrajarte la patada en los huevos, que como te he comentado, traigo aún tantas ganas de darte. No había motivo para entrar en pánico, pero no me apetecía la idea de pasar demasiado tiempo ahí con tu jodido cuerpo colgando y cometí el error de irme demasiado rápido y dejar en el cuarto todo mi guarda ropa de cuero, mis nuevas sábanas de seda, mi colección de látigos y las llaves de mi supercamioneta que tu habías tenido el descaro de expropiar desde el día en que te convertiste en mi padrote. Tampoco traía demasiado dinero en la bolsa y nunca supe donde diablos escondías toda la lana que me jineteaste durante estos diez meses.
Cuando me largué de ahí te iba maldiciendo en voz baja y es que pensándolo bien, tu muerte me jodió bien y bonito. Tuve que abandonar mi hermoso cuarto y la ciudad donde tenía una fabulosa cartera de clientes, todo porque a ti se te ocurrió no aguantar mis cinco latigazos.
Todos estos días he traído ganas de escupirte y patearte y si no fuera por lo cruda que estoy, ya esta-ría junto a tu tumba en este momento. Anoche un amigo me notificó sobre el hallazgo de tu cadáver. Se tardaron trece largos días en dar contigo. Lógico es que apestaras a mierda y pensándolo bien, sí me creo la historia esa de los gusanos en tus ojos. La policía me anda buscando así que deberé esperar algún tiempo antes de ponerme a trabajar de nuevo y empezar a repartir tarjetas de la Danza del Flagelo. Por fortuna a los pobres diablos como tú los olvida muy pronto la justicia y francamente no creo que inviertan demasiados esfuerzos para que tu crimen no quede impune.
Por lo demás, aún estoy indecisa entre si ir o no a escupir a tu fosa común. Te confieso que mis sen-timientos se confunden mucho últimamente. A lo mejor al llegar al cementerio me da por mear tu tumba. O quién sabe, tampoco descarto que pueda sentir algo que se parezca un poquito a la tristeza. Por favor no te rías de mi cursilería, pero a veces me haces falta y sí, extraño tus guacareadas, tus ronquidos y tus malcogidas. Sí, ya se que es el colmo de lo rimbombante, pero estoy a punto de pensar que a lo mejor y hasta me enamoré de ti. Ya mejor aquí le paro, porque al paso que va mi nostalgia, en lugar de ir a escupirte o a patearte los huevos, voy a acabar masturbándome en tu tumba evocado tu desgraciada figura. ¿No te parece el colmo del ridículo? Tú que en mil intentos nunca fuiste capaz de hacerme venir, me empiezas a gustar para ser la musa mental de mis futuros orgasmos. Por lo pronto, confórmate con que te perdone el escupitajo y la patada en los huevos.
IDS
I spit on your grave