No es la primera vez que tengo aventuras con fuegos forestales. Los incendios de la Semana Santa de 1998 en la Sierra Madre fueron históricos. Era un Jueves Santo y retornaba yo a mi trabajo luego de tres días de apuradas vacaciones en Soto La Marina Tamaulipas. Los días en la playa habían sido terribles. Hipnotizado como estaba por tanta cerveza, el Sol hizo estragos en mi espalda y hombros. Me sentía como un camarón despellejado, reptando sobre un charco de sal y limón. Lo mejor de aquel viaje fue el casual reencuentro con una compañera de la primaria a la que apenas recordaba y que en honor a la verdad me pareció radicalmente guapa en su fase adulta. Que digo guapa, preciosa, culísimo que estaba la hija de puta. Insolados como estábamos ambos, pasamos todo el viaje de regreso untándonos crema en nuestras laceradas espaladas, situación que acabé por disfrutar. Pero no debo desviarme del tema. El asunto de esta chica no es el meollo de mi relato. Regresé a Monterrey con la divertidísima encomienda de ser uno de los pocos reporteros de guardia en El Norte durante los días santos. Me preparé para aburrirme soberanamente buscando notas bajo las piedras. La tarde del Viernes Santo íbamos rumbo a la Presa de la Boca para tomar unas rutinarias fotos de regiolandia caguameando la existencia a la orilla de las puercas aguas.
(tal es nuestra necesidad de agua, que ir a azar carne a la orilla de la presa es un ritual que congrega multitudes en días vacacionales) Cuando íbamos ya casi llegando a La Presa, sorteando el tráfico que se arma en los aguamieleros puestos de Los Cavazos, la radio frecuencia del fotógrafo eructo la noticia del siniestro: Un fuego incontrolable estaba devastando Chipinque. Abandonamos de inmediato la idea de ir a La Presa y nos fuimos tendidos para la sierra. Efectivamente, el fuego estaba cabrón. Por la noche hice contacto con el Jopy y el Del Bosque. Resulta que ellos habían estado en Chipinque al momento del incendio e hicieron contacto a su vez con un compita veracruzano que aseguraba haber visto a los provocadores del fuego. El jarocho en cuestión estaba herido, no recuerdo porque diablos. Creo que al tratar de huir del fuego se había dado en la madre. La cuestión es que estaba hospitalizado en el San José (que como dato cultural, es el hospital que me vio nacer un 21 de abril) Me colé al cuarto del compita con todo y mi cámara burlando la vigilancia de las enfermeras y tomé unas buenas fotos. Por lo que respecta a su relato me pareció un tanto paranoide y poco creíble. Con la adrenalina a tope, me retorné a la Redacción de El Norte y me puse a escribir para el vespertino Sol (no confundirlo con los abortos de la organización Vázquez Raña por favor) Era de madrugada. Recibí la instrucción de inscribirme como voluntario e ir a la sierra con la gente de Protección Civil y 911 a tratar de apagar el fuego. El ascenso sería al amanecer. Sin dormir un solo minuto, fui a casa, me cambié de ropa y me largué a alistarme al puesto de 911, ubicado justo frente a nuestra sampetrina réplica de El David de Miguel Ángel.
Pronto el lugar estaba lleno de aspirantes a voluntarios. Puro fresita Made in Garza García que por incomprensibles azares del destino no estaba en la Isla del Padre y que ahora deseaba jugar al héroe.
El jefe de bomberos nos echó una mirada y dio un suspiro. “Pobres pendejos”, habrá sin duda pensado el hombre, que además de tener que sofocar el fuego, tendría que hacerse responsable de una pandilla de regiojuniros aspirantes a ser inmortalizados como héroes en las páginas de la Edición Sierra Madre.
Pese a todo nos llevaron. Con decirles que hasta el gobernador Fernando Canales, hoy en día secretario de Economía, y la alcaldesa Tere Madero, actualmente embajadora en Canadá, acudieron a desearnos suerte, darnos la bendición y otorgarnos una despedida de héroes- Iniciamos el ascenso. Yo llevaba puesto un traje amarillo anti flamable y unas botas mataratas. En cosa de dos horas llegamos a la zona del fuego. La instrucción era darle palazos de tierra y cortar arbustos para tratar de aislarlo. Infructuosa labor la nuestra. Nuestro trabajo de más de cuatro horas de palear y cortar, se hacía añicos en cuestión de segundos cuando una ráfaga de aire hacía renacer el fuego aún con más intensidad. Por si fuera poco, el humo me empezó a hacer efecto de anestésico y en combinación con la falta de sueño, me puso a alucinar. Creo que en algún momento me quedé dormido, a unos metros del fuego. Debo admitir que unas fresi doñitas sampetrinas, típicas regioaritócratas sin que hacer, fueron las más valientes y entusiastas a la hora de combatir el fuego. En aquella ocasión también conocí a un regio alemán que habitaba en Chipinque, tenía una condición física endiablada y había escrito un libro llamado El Dragón Emplumado. Ese día fue una soberana joda. Pero era solo el principio. Al día siguiente, como pudimos, logramos subir hasta el Hotel de Chipinque que estaba transformado en cuartel militar. El acceso estaba vedado para el público y la prensa, pero nosotros, cancheros como somos, nos las arreglamos para trepar. Una vez en el hotel, me sentí un corresponsal de guerra. Haciendo gestiones, logré que me dejaran trepar a un helicóptero del Ejército para tomar unas fotos áreas. Lo mejor de aquella mañana fue cuando el helicóptero cruzó entre las piedras de la M. Parecía que nos estrellaríamos o quedaríamos atorados y de pronto ya estábamos por Laguna de Sánchez, al otro lado de la Sierra Madre. Uff. El resto de la semana fue igual. Idas y venidas a Chipinque y Olinalá entre bomberos, soldados, terratenientes y curiosos. Todos los lectores de El Norte estaban atentos a lo que sucedía en Chipinque. Si el incendio hubiera sido en el Topo Chico o en el Cerro de la Silla, nadie le hubiera prestado tanta atención, pero como fue en el hogar de la aristocracia regia, que se ha dado a la tarea de devastar la sierra para construir sus mierdozas mansiones, un ejercito de petulantes millonetas a bordo de sus trakers se daban a la tarea de jugar al bomberito, protegiendo la integridad de sus propiedades. Por ahí me encontré, lo recuerdo bien, a mi amigo el doctor Luis Eugenio Todd, vigilando que el fuego no fuera a consumir su casita con canchas de tenis de Olinalá.
En fin, si pongo a trabajar la memoria, voy a retacar este espacio con anécdotas de aquella intensa semana pasada por lumbre, así que mejor doy un salto de siete días hasta aquel domingo 19 de abril en que armado con la cámara auto focus que me prestó el Doctor Carlos Jiménez, desafíe no se cuantos retenes para llegar hasta un lugar de la sierra hasta entonces desconocido por mí, en donde el fuego estaba arreciando. Me fui caminando tras un pelotón de soldados que se disponían a escalar una escarpada pendiente para llegar hasta el lugar donde ardía una fumarola. Para escalar la pendiente, una pared de roca casi vertical, era necesario sujetarse de una cuerda y trepar. Yo me coloqué abajo y tomé a los soldados mientras subían. Después los seguí. Pasé todo el domingo entre el humo. Al llegar a la redacción y enviar a revelar mi rollo, la sorpresa fue mayúscula: mi foto de los soldados había salido realmente chingona. Para ser sincero, me salió poca madre. En primer plano, se veían los soldados haciendo el enorme esfuerzo por subir la pendiente. Arriba, se alcanzaban a ver los árboles consumidos por el fuego.
Por alguna razón en varias sierras y bosques de México había incendios ese día. Por ello se decidió que la nota principal de El Norte y Reforma, fuera algo así como Arrasan incendios o Consume fuego las sierras. Y ¿Con que foto ilustrarían la supernota? Pues nada menos y nada más que con la mía, que era, a juicio de los editores, la que mejor reflejaba el dramatismo del siniestro. Confieso que no lo podía creer. Llevarme la nota de ocho de El Norte y Reforma es de por sí una hazaña, pero llevarme la fotografía principal sin ser yo un fotógrafo en una empresa donde laboran auténticos profesionales de la lente, es algo más que un campanazo. Mi foto estaría ahí, la mañana de un lunes, en la primera página de un par de diarios que tiran decenas de miles de ejemplares. Un premio muy gordo para alguien que apenas tenía unos cuantos meses de experimentar como fotógrafo. Iban a ser las 22:00 horas cuando salí de la Redacción y me fui a dormir a casa con la satisfacción del deber cumplido.
Desperté al día siguiente esperando desayunar un delicioso café contemplando mi maravillosa fotografía lucir en la portada. Pero mi sorpresa fue enorme cuando en la portada del periódico me topé con la cara de Octavio Paz acaparando la superficie de la primera página. El poeta se había muerto pasadas las 10:00 de la noche y en la jerarquía informativa, la muerte de un Premio Nóbel, puede más que la quemazón de un cerro. Nunca el rostro del poeta me pareció tan repugnante como aquella mañana. La última gran metáfora del ogro filantrópico consistió en mandar mi fotografía a la página dos del periódico. DSB
(tal es nuestra necesidad de agua, que ir a azar carne a la orilla de la presa es un ritual que congrega multitudes en días vacacionales) Cuando íbamos ya casi llegando a La Presa, sorteando el tráfico que se arma en los aguamieleros puestos de Los Cavazos, la radio frecuencia del fotógrafo eructo la noticia del siniestro: Un fuego incontrolable estaba devastando Chipinque. Abandonamos de inmediato la idea de ir a La Presa y nos fuimos tendidos para la sierra. Efectivamente, el fuego estaba cabrón. Por la noche hice contacto con el Jopy y el Del Bosque. Resulta que ellos habían estado en Chipinque al momento del incendio e hicieron contacto a su vez con un compita veracruzano que aseguraba haber visto a los provocadores del fuego. El jarocho en cuestión estaba herido, no recuerdo porque diablos. Creo que al tratar de huir del fuego se había dado en la madre. La cuestión es que estaba hospitalizado en el San José (que como dato cultural, es el hospital que me vio nacer un 21 de abril) Me colé al cuarto del compita con todo y mi cámara burlando la vigilancia de las enfermeras y tomé unas buenas fotos. Por lo que respecta a su relato me pareció un tanto paranoide y poco creíble. Con la adrenalina a tope, me retorné a la Redacción de El Norte y me puse a escribir para el vespertino Sol (no confundirlo con los abortos de la organización Vázquez Raña por favor) Era de madrugada. Recibí la instrucción de inscribirme como voluntario e ir a la sierra con la gente de Protección Civil y 911 a tratar de apagar el fuego. El ascenso sería al amanecer. Sin dormir un solo minuto, fui a casa, me cambié de ropa y me largué a alistarme al puesto de 911, ubicado justo frente a nuestra sampetrina réplica de El David de Miguel Ángel.
Pronto el lugar estaba lleno de aspirantes a voluntarios. Puro fresita Made in Garza García que por incomprensibles azares del destino no estaba en la Isla del Padre y que ahora deseaba jugar al héroe.
El jefe de bomberos nos echó una mirada y dio un suspiro. “Pobres pendejos”, habrá sin duda pensado el hombre, que además de tener que sofocar el fuego, tendría que hacerse responsable de una pandilla de regiojuniros aspirantes a ser inmortalizados como héroes en las páginas de la Edición Sierra Madre.
Pese a todo nos llevaron. Con decirles que hasta el gobernador Fernando Canales, hoy en día secretario de Economía, y la alcaldesa Tere Madero, actualmente embajadora en Canadá, acudieron a desearnos suerte, darnos la bendición y otorgarnos una despedida de héroes- Iniciamos el ascenso. Yo llevaba puesto un traje amarillo anti flamable y unas botas mataratas. En cosa de dos horas llegamos a la zona del fuego. La instrucción era darle palazos de tierra y cortar arbustos para tratar de aislarlo. Infructuosa labor la nuestra. Nuestro trabajo de más de cuatro horas de palear y cortar, se hacía añicos en cuestión de segundos cuando una ráfaga de aire hacía renacer el fuego aún con más intensidad. Por si fuera poco, el humo me empezó a hacer efecto de anestésico y en combinación con la falta de sueño, me puso a alucinar. Creo que en algún momento me quedé dormido, a unos metros del fuego. Debo admitir que unas fresi doñitas sampetrinas, típicas regioaritócratas sin que hacer, fueron las más valientes y entusiastas a la hora de combatir el fuego. En aquella ocasión también conocí a un regio alemán que habitaba en Chipinque, tenía una condición física endiablada y había escrito un libro llamado El Dragón Emplumado. Ese día fue una soberana joda. Pero era solo el principio. Al día siguiente, como pudimos, logramos subir hasta el Hotel de Chipinque que estaba transformado en cuartel militar. El acceso estaba vedado para el público y la prensa, pero nosotros, cancheros como somos, nos las arreglamos para trepar. Una vez en el hotel, me sentí un corresponsal de guerra. Haciendo gestiones, logré que me dejaran trepar a un helicóptero del Ejército para tomar unas fotos áreas. Lo mejor de aquella mañana fue cuando el helicóptero cruzó entre las piedras de la M. Parecía que nos estrellaríamos o quedaríamos atorados y de pronto ya estábamos por Laguna de Sánchez, al otro lado de la Sierra Madre. Uff. El resto de la semana fue igual. Idas y venidas a Chipinque y Olinalá entre bomberos, soldados, terratenientes y curiosos. Todos los lectores de El Norte estaban atentos a lo que sucedía en Chipinque. Si el incendio hubiera sido en el Topo Chico o en el Cerro de la Silla, nadie le hubiera prestado tanta atención, pero como fue en el hogar de la aristocracia regia, que se ha dado a la tarea de devastar la sierra para construir sus mierdozas mansiones, un ejercito de petulantes millonetas a bordo de sus trakers se daban a la tarea de jugar al bomberito, protegiendo la integridad de sus propiedades. Por ahí me encontré, lo recuerdo bien, a mi amigo el doctor Luis Eugenio Todd, vigilando que el fuego no fuera a consumir su casita con canchas de tenis de Olinalá.
En fin, si pongo a trabajar la memoria, voy a retacar este espacio con anécdotas de aquella intensa semana pasada por lumbre, así que mejor doy un salto de siete días hasta aquel domingo 19 de abril en que armado con la cámara auto focus que me prestó el Doctor Carlos Jiménez, desafíe no se cuantos retenes para llegar hasta un lugar de la sierra hasta entonces desconocido por mí, en donde el fuego estaba arreciando. Me fui caminando tras un pelotón de soldados que se disponían a escalar una escarpada pendiente para llegar hasta el lugar donde ardía una fumarola. Para escalar la pendiente, una pared de roca casi vertical, era necesario sujetarse de una cuerda y trepar. Yo me coloqué abajo y tomé a los soldados mientras subían. Después los seguí. Pasé todo el domingo entre el humo. Al llegar a la redacción y enviar a revelar mi rollo, la sorpresa fue mayúscula: mi foto de los soldados había salido realmente chingona. Para ser sincero, me salió poca madre. En primer plano, se veían los soldados haciendo el enorme esfuerzo por subir la pendiente. Arriba, se alcanzaban a ver los árboles consumidos por el fuego.
Por alguna razón en varias sierras y bosques de México había incendios ese día. Por ello se decidió que la nota principal de El Norte y Reforma, fuera algo así como Arrasan incendios o Consume fuego las sierras. Y ¿Con que foto ilustrarían la supernota? Pues nada menos y nada más que con la mía, que era, a juicio de los editores, la que mejor reflejaba el dramatismo del siniestro. Confieso que no lo podía creer. Llevarme la nota de ocho de El Norte y Reforma es de por sí una hazaña, pero llevarme la fotografía principal sin ser yo un fotógrafo en una empresa donde laboran auténticos profesionales de la lente, es algo más que un campanazo. Mi foto estaría ahí, la mañana de un lunes, en la primera página de un par de diarios que tiran decenas de miles de ejemplares. Un premio muy gordo para alguien que apenas tenía unos cuantos meses de experimentar como fotógrafo. Iban a ser las 22:00 horas cuando salí de la Redacción y me fui a dormir a casa con la satisfacción del deber cumplido.
Desperté al día siguiente esperando desayunar un delicioso café contemplando mi maravillosa fotografía lucir en la portada. Pero mi sorpresa fue enorme cuando en la portada del periódico me topé con la cara de Octavio Paz acaparando la superficie de la primera página. El poeta se había muerto pasadas las 10:00 de la noche y en la jerarquía informativa, la muerte de un Premio Nóbel, puede más que la quemazón de un cerro. Nunca el rostro del poeta me pareció tan repugnante como aquella mañana. La última gran metáfora del ogro filantrópico consistió en mandar mi fotografía a la página dos del periódico. DSB