Eterno Retorno

Monday, June 09, 2003

Aquí va un artículo que alguna vez me pidieron y que jamás supe si se publicó. Con decir que ni siquiera recuerdo si se publicó aquí en Eterno retorno. Hoy por casualidad me encontré con el archivo. Sirva esto para desintoxicar al blog de las malas vibras que me invaden como un virus.

El calabozo del estereotipo

Conocí a Baudelaire en la adolescencia, en una época en que solía meter la nariz en todo aquello que significara oscuridad.
Deambulando en el laberinto de mis siempre desordenadas lecturas, me encuentro con que existe un torvo poeta al que adjetivizan como maldito, que enaltece la belleza del mal y es un apologista del vicio.
Para un incesante buscador del elixir de lo oscuro, resultaba tentador adentrarse en la obra de un escritor al que esteriotípicamente imaginaba deambulando entre tugurios parisinos e inmerso en un sueño de opio
De entrada el solo oir un título como Las flores del mal resulta atrayente. Aunque dentro solo hubiera páginas en blanco, el solo leer esas cuatro palabras en una portada, basta para afirmar que a Baudelaire se le ocurrió el título a mi juicio más seductor en la historia de la literatura.
Después, me encuentro con que ese oscuro poeta me da la bienvenida llamándome Hipócrita lector, mi prójimo, mi hermano. No había acabado aún de leer Bendición, cuando estuve consciente de que mi relación con la obra de Baudelaire estaba condenada a no ser efímera.
Pero sucede que con el paso de los años, me parece que cada vez lo comprendo menos.
Baudelaire carga consigo la cruz del estereotipo. Su nombre evoca tinieblas, decadencia, vicio. Sin duda son muchos más los que al hablar de él piensan en el opio, los bajos fondos y la sífilis, antes que en el crítico de arte, ensayista y traductor al francés de las obras de Edgar Allan Poe y Thomas de Quincey.
Pero tal vez el propio Baudelaire jamás acabó de definirse en sus 46 años de vida. De ser un pequeño burgués con un tren de vida de dandy, se transformó en defensor no comprometido de causas revolucionarias. Un buscador de placeres oscuros y prohibidos que sin embargo jamás dejó de ser un católico temeroso de Dios. La transformación es palpable en Los paraísos artificiales. De haber sido en su juventud un defensor de las virtudes oníricas del hachís, acaba por condenarlo a ser parte del ocio burgues y en cambio enaltece al vino como el más fiel aliado de los hombres de pueblo.
Quizá es Rafael Alberti quien define mejor ese conflicto interno de Baudelaire en su prólogo de los Diarios íntimos del poeta: “Baudelaire rabia, se encoleriza, se desespera hasta quedar extenuado, impotente para luchar contra lo mediocre que lo aplasta. En medio de una burguesía creciente e insensibilizada, él, Baudelaire, su gran poeta, no puede menos que reaccionar insultándola con ferocidad. Pero cuanta dulzura, cuanta grave melancolía e inefabilidad bajo ese caparazón defensivo”.

Parnaso idílico

A Baudelaire hay que considerarlo ante todo como un apasionado de las artes. Era un aficionado al teatro y la pintura. Fue también uno de los primeros franceses que se deleitó con la música de Wagner y que defendió la pintura de Declacoix. Incluso él mismo llegó a experimentar como dibujante.
Sus primeras publicaciones, los dos volúmenes de Salón en 1845 y 46, son críticas de arte y hasta el final de su vida, jamás abandonó su vocación de ensayista en la materia.
No son pocos quienes han señalado a Baudelaire como un padrino del simbolismo. Es imposible negarle su lugar como como precusor e influencia decisva en esa generación de poetas nacidos dos décadas después que alcanzaron la apotéosis con Stéphane Mallarmé, sin duda la expresión en superlativo de lo que buscaron los simbolistas, pero sería sin duda erróneo apellidar a Baudelaire con un ismo encadenante.
Baudelaire nace en 1821, año de la muerte de Napoleón, cuando el juramento de la Santa Alianza se aferraba en borrar de todos los rincones europeos cualquier vestigio que oliera a revolución. Entonces, el romanticismo parece ser el único abrevadero de tinta para las plumas de Francia y Alemania.
Pero es precisamente en la tercera o cuarta década del siglo antepasado, cuando la idílica muerte romántica empieza adquirir tonos sombríos.
De la muerte del joven Werther que orilló hasta el suicidio a jóvenes románticos (a esos que Goethe tanto ridiculizó al final de su vida) se llega a las vampirescas imágenes de Poe en Ligeia y Berenice o a las Muertas enamoradas de Théophile Gautier.
Baudelaire es entonces un adolescente internado en el Liceo Louis Le Grand, que odia a su viejo padrastro Jacques Aupick, a quien considera el ladrón del amor de su madre Caroline.
Es un enamorado del arte y la vida bohemia en la noche parisina. Solo una vez abandona Europa, cuando su padrastro lo embarca a la fuerza rumbo a Calcuta, pero una tormenta marina lo arroja de regreso a Francia, de la que ya no saldría hasta el ocaso de su vida, cuando probó fortuna en Bélgica.
Las calles de Montparnasse se convierten en su hogar. Frecuenta salones, teatros y burdeles. Se dice que es en ese entonces cuando contrae la sífilis, herencia de sus amoríos con Sarah, una prostituta de orígen hebreo. Conoce a Jean Duval, que sería musa y delirio por el resto de su vida y tiene una breve experiencia revolucioinaria en las jornadas de 1848, en las que ambiciona ver fusilado a su padrastro.
Gautier y Poe son sus guías espirituales. Al primero lo define como “el mago perfecto de las letras francesas” al dedicarle sus “flores enfermizas”. Al segundo lo llama su alma gemela y se da a la tarea de traducir toda su obra, aunque jamás pudo conocerlo personalmente.
El erudito británico Thomas de Quincey es también influencia decisiva y a la crítica de su obra Confesiones de un opiomano inglés, dedica prácticamente toda la tercera parte de Los paraísos artificiales.

Cumbre y decadencia

En 1857 ve la luz Las flores del mal, pero a causa de la censura conservadora del régimen de Napoleón III, la edición completa no se publicará hasta 1911. Como sucede con muchos creadores, la obra de la que se enamora Baudelaire no es la que los críticos consideran cumbre. Si bien Las Flores del mal es el título que lo inmortaliza, la obra él poeta más quiere, Los paraísos artificiales, se completará tres años después. La única de la que no tiene nada que rectificar ni añadir, diría él mismo
A partir de entonces Baudelaire se convierte en punto de referencia e influencia de nuevas generaciones. El simbolismo ya está sentado en el trono.
En su ensayo titulado El siglo XIX y la experiencia de la muerte, Raúl García define al simbolismo como una reacción ante la filosofía positivista y su consecuencia literaria, el naturalismo, tan en voga a mediados del siglo antepasado. Es por ello que los simbolistas aborrecen de entrada toda idea cientificista y buscan refugio lo mismo en la metafísica que en los cultos esotéricos.
“Para ellos, el universo se encontraba plagado de símbolos, de mensajes, de enigmas que creyeron necesario sacar a la luz”, dice textualmente García.
Ni Mallarme, ni Verlaine ni el mismo Rimbaud pudieron permanecer indiferentes después de leer Las flores del mal.
Pese a la efímera celebridad lograda con estos dos libros, la llegada de la década de los sesenta marca la entrada a un sendero de decadencia física, económica y espiritual.
El poeta está arruinado y los estrágos de la sífilis empiezan a ganarle la batalla.
Solo el opio logra curar sus dolencias. Finalmente el 31 de agosto de 1867, Baudelaire muere en el mismo lugar donde perecieron Tolouse Lautrec y Arthur Rimbaud: en los brazos de la madre.
Desde entonces descansa o deambula en su amado Montparnasse y acaso se de algún tiempo para platicar con sus vecinos o compartir la virtudes de un buen Burdeos con algún hipócrita lector.


(La velada en el cemeneterio se supone, es la introducción).