Un poco de reportaje narrativo
Desde hace algún tiempo, todos los amaneceres presagian días húmedos y atiborrados de nubes, aunque las más de las veces, el Sol se acuerda del litoral tijuanense cuando ya pasa de las nueve. Esta mañana no es la excepción. Atilio Ramírez pierde la mirada en la inmensidad del Pacífico. Esos ojos, que tuvieron que esperar 37 años para contemplar el mar por vez primera, han aprendido a leer las calves del horizonte: “pura nube, nada de agua”, pronuncia mientras masca la colilla de su cigarro sin filtro que desliza en los contornos de su lengua cual si se tratara de un chicle. A su lado, un par de perros se disputan un pedazo de dura tortilla. Atilio carraspea.
Son las 7:30 de la mañana. La helada brisa choca en su rostro, cuya piel, curtida por costras y arrugas, parece inmune a cualquier inclemencia del tiempo. El retumbar de las olas contra la pared del acantilado parece tener obsesiva puntualidad con su frecuencia. No así el zumbar de los motores de los automóviles que pasan a más de 80 millas por la Carretera Escénica, a unos metros de la vivienda de Atilio. El viento en cambio rara vez suena por las mañanas, aunque nunca o casi nunca, deja de soplar.
El tabaco parece haberse diluido en su saliva y Atilio escupe un par de veces antes de respirar profundo y volver a mirar por unos instantes hacia el horizonte. Es hora de prender el primer el cigarro del día. Se desliza al interior de ese montón troncos, cobijas, plásticos y lonas que desde hace casi medio año le sirve como hogar y sale cargando una vieja chamarra cuyo color fue verde, hace ya mucho tiempo. Con cierta impaciencia hurga en sus bolsas interiores hasta extraer una aplastada cajetilla de Faros. Los cigarros están húmedos, casi deshechos. Atilio sabe que en su nuevo hogar con vista al mar, es imposible mantener los objetos lejos del alcance de esa helada humedad que todo lo carcome. Encender el cigarro es una hazaña. En otra cajita, también humedecida, apenas quedan unos cuantos cerillos. Atilio se pone en cuclillas, de espaldas al mar y de cara a su choza intentando hacer con sus manos una cuevita que permita vivir al fuego hasta encender el tabaco. Finalmente, con un crujir de huesos se incorpora y vuelve a dar la cara al mar. El cigarro está encendido y en el gris de la mañana se diluye la primera bocanada que emerge de su boca. ..
Desde hace algún tiempo, todos los amaneceres presagian días húmedos y atiborrados de nubes, aunque las más de las veces, el Sol se acuerda del litoral tijuanense cuando ya pasa de las nueve. Esta mañana no es la excepción. Atilio Ramírez pierde la mirada en la inmensidad del Pacífico. Esos ojos, que tuvieron que esperar 37 años para contemplar el mar por vez primera, han aprendido a leer las calves del horizonte: “pura nube, nada de agua”, pronuncia mientras masca la colilla de su cigarro sin filtro que desliza en los contornos de su lengua cual si se tratara de un chicle. A su lado, un par de perros se disputan un pedazo de dura tortilla. Atilio carraspea.
Son las 7:30 de la mañana. La helada brisa choca en su rostro, cuya piel, curtida por costras y arrugas, parece inmune a cualquier inclemencia del tiempo. El retumbar de las olas contra la pared del acantilado parece tener obsesiva puntualidad con su frecuencia. No así el zumbar de los motores de los automóviles que pasan a más de 80 millas por la Carretera Escénica, a unos metros de la vivienda de Atilio. El viento en cambio rara vez suena por las mañanas, aunque nunca o casi nunca, deja de soplar.
El tabaco parece haberse diluido en su saliva y Atilio escupe un par de veces antes de respirar profundo y volver a mirar por unos instantes hacia el horizonte. Es hora de prender el primer el cigarro del día. Se desliza al interior de ese montón troncos, cobijas, plásticos y lonas que desde hace casi medio año le sirve como hogar y sale cargando una vieja chamarra cuyo color fue verde, hace ya mucho tiempo. Con cierta impaciencia hurga en sus bolsas interiores hasta extraer una aplastada cajetilla de Faros. Los cigarros están húmedos, casi deshechos. Atilio sabe que en su nuevo hogar con vista al mar, es imposible mantener los objetos lejos del alcance de esa helada humedad que todo lo carcome. Encender el cigarro es una hazaña. En otra cajita, también humedecida, apenas quedan unos cuantos cerillos. Atilio se pone en cuclillas, de espaldas al mar y de cara a su choza intentando hacer con sus manos una cuevita que permita vivir al fuego hasta encender el tabaco. Finalmente, con un crujir de huesos se incorpora y vuelve a dar la cara al mar. El cigarro está encendido y en el gris de la mañana se diluye la primera bocanada que emerge de su boca. ..