Los trabajadores que laboran en la obra (casi concluida por cierto) de la que será nuestra casa, han encontrado una serpiente enroscada en uno de los rincones.
Una culebra ratonera de más de un metro de largo y más gorda de lo habitual. Tierna y dócil estaba la víbora en las manos del trabajador que le acariciaba la cabeza.
Interpreto su presencia como una buena señal. Me gustan las serpientes. Incluso pensé pedirle al trabajador que me la regalara para adoptarla como mascota, pero parecía tan emocionado con su hallazgo que preferí dejarla descansar en sus manos.
Me aproximo a una nueva mudanza en mi vida. Las aborrezco, pero al cabo de cierto tiempo acabé por asimilarlas como una fatalidad propia de un hombre sedentario, atiborrado de pertenencias, que de un día para otro tiene que volverse nómada y trasladar la materia hacia otro sitio. Lo más pesado han sido siempre las cajas de libros. Alguna vez escribí en este espacio sobre la historia de las casas donde he vivido. De 1982 a 1992 habité en 8 casas distintas. Nunca más de 3 años en un mismo domicilio. Si los trabajadores se dan prisa y el arquitecto cumple su palabra, al final de esta semana podremos estar habitando nuestro nuevo hogar.
Para ir calentando motores, dedicamos el día de ayer a ayudar a mis suegros en su mudanza (la mal comprendida aleatoriedad hace que nos mudemos de casa en la misma semana) Nosotros nos vamos de Playas de Tijuana a Hacienda del Mar. Ellos del centro de Rosarito a Mar de Calafia, allá en Popotla, en plena carretera a Ensenada. Mal que bien, habitaremos el mismo litoral. Su casa es enorme y se encuentra en una colina donde los grillos y pájaros rompen el silencio con su sinfonía. La construcción es vigilada por un viejo gringo (que nada tiene que ver con el de Carlos Fuentes) y sus animales. El hombre habita dentro de un camper y jamás se separa de una loba de aspecto temible y un par de perros. Es un buen hombre. Rosarito está atiborrado de errantes almas anglosajonas que pasean su locura entre puestos de tacos de pescado. Si tuviese un poco más de tiempo me pondría a elaborar un bestiario de gringos locos que hemos conocido en el quinto municipio. El vigilante de la loba es todo un personaje de Castellanos Moya.
Leo el blog del tijuano exiliado en Suecia y sus meditaciones sobre la mexicanidad. Palabras más, palabras menos, es el viejo dilema del estado- nación que tanta sangre nos ha costado. La nación como amalgama de individuos unidos por idioma, credo, raza y el estado como la fortaleza jurídicamente soberana que los integra. El Estado como lo conocemos hoy es un producto decimonónico y está amenazado de muerte por el mercado libre. En el futuro no seremos estados o países, sino economías. Largas horas de disertación me han provocado los dilemas de la mexicanidad. ¿Tijuana es México? ¿O somos una versión posmoderna o protofuturisa de lo que será el mexicano dentro de 100 años? Intelectuales, os convoco a escribir el Laberinto de la soledad del tijuanense.
Por lo demás confieso que envidio al tijuano exiliado. Escandinavia es una de las regiones del mundo que más me gustaría para vivir. En noviembre de 1996, la aleatoriedad me llevó a conocer Islandia y siete años después sigo afirmando que es uno de los lugares del Mundo en donde más me gustaría establecerme de por vida. Reykjavik me enamoró. Todavía no he ido a Suecia, pero me identifico plenamente con su cultura, su mitología, su vibra. (Si hiciera un censo de mi archivo discográfico sin duda arrojaría que la mayoría de mis discos son de bandas que provienen de ese país)
Lo que nunca entenderé es la manía de este tijuano exiliado de evocar Aztlán. Si hay un grupo social al que no comprendo, por más que intente poner sobredosis de empatía en mi persona, es al chicano. Me refiero con ello a la parafernalia de la cultura chicana o a su pandemonio de símbolos, no a los mexico-americanos como personas. Conozco demasiados mexicanos que viven en los Estados Unidos y nada tienen que ver con lo chicano. Yo mismo he pasado dos periodos de mi vida viviendo en ese país y jamás he buscado integrarme a alguna comunidad chicana ni la nostalgia ha logrado que me identifique con su forma de sentir o mirar al país que han dejado.
La razón de mi incomprensión es la siguiente: No puedo identificarme con esa ensalada de símbolos de supuesta mexicanidad que el chicano exalta hasta la estridencia. De entrada, nada aborrezco más que la visión romanticoide e idealista del México Prehispánico. De todas las interpretaciones de la Historia de México, sin duda la más ilusa y a la vez pretenciosa es la de los indigenistas a ultranza que añoran la grandeza de los pueblos prehispánicos como si se tratara de algo recuperable. El mito de Aztlán es un absurdo. Pero no conformes con ello, los chicanos agregan a esa absurda interpretación melosa el mito guadalu-pano. No sé que aborrezco más, si el indigenismo a ultranza o el guadalupanismo, pero lo que resulta peor es la combinación de ambos factores en una misma ensalada. Cuauhtémoc, la Guadalupana y como telón de fondo una jaina morenota recostada en un bombacho de los años cincuenta. A ello podemos agregar un Jorge Campos y un Julio César Chávez vestidos como guerreros aztecas y un tatuaje exaltando el complejo edípico: "Perdóname madre por mi vida loca". He ahí la receta chicana. El altar del mal gusto. A dicho platillo se le adereza con los peores condimentos de la cultura estadounidense como el hip hop. No comprendo el ideal de los pochos. No puedo sentir solidaridad ni empatía hacia él. El chicano absorbe lo peor de las dos culturas que cree representar.
En fin si a mitos vamos me identifico más con Asgard que con Aztlán.
Sobre la mexicanidad
Dos familiares míos han disertado profundamente sobre el tema de la mexicanidad. Mi abuelo Agustín Basave Fernández del Valle, en su Vocación y estilo de México y mi tío Agustín Basave Benítez en su México mestizo, tesis que le valió el doctorado en Oxford, en la que diserta sobre la mestizofilia de Andrés Molina Enríquez. Ambos libros, ampliamente recomendables.