Sobre las malas novelas
No existe un conjuro contra los libros malos. Tampoco contra los discos. Son riesgos que generan estas aficiones. Uno puede toparse siempre con un ejemplar prescindible. De repente, suelo obsesionarme con la idea de todo aquello que nunca conoceré. Las ciudades, los países y los paisajes por los que nunca podré caminar, simplemente porque hay más mundo que vida.
Con los libros me sucede lo mismo. A veces imagino todos los libros del mundo y me veo a mi mismo en el centro de algo que bien podría ser la Biblioteca de Alejandría. Aunque viviera 80 o 90 años y suponiendo que los dedicara de manera íntegra a leer (está bien que tengo el vicio de Alonso Quijano pero no llego a tanto), no alcanzaría a leer apenas un ínfimo porcentaje de los mismos.
Tendré que resignarme: moriré y en el Mundo quedarán miles de grandes libros que nunca leí y habré perdido largas horas de mi vida sumergido en páginas estériles y olvidables, que con gusto canjearía por una buena obra que se me escapó.
Alguna vez he deseado que todos los libros de mi biblioteca fueran libros excelentes, memorables, irrepetibles. Hay tantos libros buenos que no poseo, que me gustaría poder asegurar que al menos esos pocos que están en mi librero fueran todos im-prescindibles. Pero no es así La posibilidad de comprar y leer un libro malo le da sabor a este asunto.
Sobre los libros prescindibles
Pienso en lo que señala Bernardo Jauregui sobre el tiempo perdido en las novelas pasatiempo o como él mismo las llama, novelas- culpa.
No se si leer una mala novela me haya generado culpabilidad alguna vez. Tal vez, al igual que Jauregui, me genere coraje por el tiempo perdido, pero ni modo de empezar un proceso de des-lectura. Lo leído, leído está.
Creo que más que culpa, me generaría vergüenza si algún día se da el caso que me tome en serio un libro motivacional (su-poniendo que tuviera que leer uno por la fuerza)
Pero si un día leo una novela comercial, como he leído muchas, y resulta que me agrada mucho, pues que bueno. Bienvenido sea el gozo. Hedonista como soy, nunca he dicho que no al placer. Y la lectura es uno de mis actos más hedonistas. Jamás me forzaría a leer por simple masoquismo o por obligación un libro que me genere tedio. No pienso retacarme los siete tomos de En busca del tiempo perdido solo porque es una obra considerada “imprescindible”. No creo que la misión a priori de los libros sea dejarte algo o cambiar tu vida de una manera. Si lo hace, pues que bueno, pero si una novela, por comercial y chatarroza que sea, logró abstraerte y entretenerte en niveles aceptables, pues no queda más que darle las gracias.
De hecho, yo tiendo a rechazar los libros que tienen la intención de cambiar tu vida o de convencerte de algo. Un ejemplar chatarrozo de Paulo Cohello o Carlos Cuauhtémoc tiene la clara y firme intención de motivarte o hacerte reflexionar y eso para mi es motivo para otorgar un pasaporte a la basura.
Un libro policíaco o de aventuras no pretende otra cosa que entretenerte o mantenerte en suspenso, pero le vale madre si cambias tu vida. Con que pagues su precio en la librería se da por bien servido.
A menudo se considera a ciertos géneros o autores como “menores”. Sucede a menudo con el género policíaco. En el mundo de los teorréicos, nadie toma en serio a Agatha Cristhie, siendo que la doña, por comercial que sea, tiene su innegable maestría. Manuel Puig siempre fue considerado un escritor menor o chatarra, sobre todo si se le compara con compatriotas suyos como Borges o Bioy, pero quieran o no, sus obras tienen un valor.
En su momento, Juan Rulfo descalificó a la llamada “literatura de la onda” llamándolos payasos, pero es innegable que libros joséagustinianos como La tumba o Se está haciendo tarde marcaron un camino a seguir para nuevas generaciones.
Papillon, de Henry Charriere es un típico best seller de aventuras. Lo leí a los 14 años y hoy en día lo recuerdo como uno de los textos más emocionantes que he leído en mi vida y no lo cambiaría por ningún autor vanguardista o rebuscado.
Alguien, no me acuerdo si fue Javier Marías o Guillermo Cabrera Infante o ninguno de los dos, escribió hace poco un ensayo en defensa de los géneros “menores” reivindicando a autores que los “entendidos” en literatura han considerado chatarra comercial. Estoy de acuerdo con ellos.
Sí, creo que uno debe apostar a leer (y a escuchar) cosas complicadas de digerir. También una buena obra puede implicar cierto desafío, pero ese desafío no debe implicar jamás tedio o aburrimiento.
Hay paladares refinados. Sin duda un niño no goza de comer un queso azul y un vino Santa Rita y se pronunciará por unas papitas y un refresco de naranja. Pero disfrutar un buen queso azul o la carne tártara, no me impide gozar de unos buenos rufles de maquinita.
Con la literatura sucede lo mismo. Uno puede disfrutar honestamente a un Bernhard, Kafka o Mann y no por ello se privará de leer con gusto a un Paco Ignacio Taibo.
Leer es un placer y a menos que me paguen por ser crítico o maestro de literatura, no hay razón de forzarme a leer un libro por masoquismo. Esto es como coger. No hay que hacerlo nunca por “cumplir” o por batir un record olímpico. Hay que hacerlo por puro simple y llano gozo o auténtica calentura. Si no es así ¿pues que chiste tiene entonces?