Por Daniel Salinas Basave
El País de las últimas cosas
Paul Auster
Compactos Anagrama
Metafóricamente, es un recurso bastante común hablar de la urbe como una jungla. Jungla de asfalto o selva de neón, son frases por demás estereotípicas. La ciudad vista como un territorio en eterno conflicto. Un corral de seres donde coexisten depredadores, presas, carroñeros y parásitos, cuya única ley será por siempre la fuerza bruta y la supervivencia.
Y si bien la idea parece repetitiva, Paul Auster la ha llevado en superlativo y con muy buenos resultados a la literatura con El País de las últimas cosas, una obra de ficción a la que el término angustiante parece quedarle chico.
Otorgando la voz en primera persona a una chica llamada Anne Blume, Auster describe una ciudad que ni siquiera tiene nombre, cuyos habitantes se debaten entre un deseo permanente de muerte y extinción y un instinto de supervivencia comparable al de una rata de barco hundido.
La natural vocación suicida practicada por diversas sectas, la insignificancia de sus pobladores, la podredumbre del entorno y la opresión de un sistema invisible, hacen de esta urbe una suerte de averno de la posmodernidad.
La ciudad de Auster es como un cadáver en estado de descomposición. Un cuerpo que se desintegra rápidamente en donde cada persona y cada cosa parece ser la última de su especie.
“Estas son las últimas cosas”- escribe AnneBlume en el primer párrafo del libro. “Desaparecen una a una y no vuelven nunca más”.
Con estas palabras empieza lo que se supone es una larga carta que dirige a un antiguo novio. En ella empieza la descripción de la ciudad sin nombre, a donde llegó un día buscando a su hermano William, que tiempo atrás fue enviado a investigar la urbe como reportero y nunca más regresó.
Entre suicidas y carroñeros, entre cuerpos errantes que se desintegran en el viento, caminando por calles y casas que desaparecen, Anne Blume debe desafiar el hambre, el frío y la más absoluta depresión.
Pese a que en la ciudad reina el caos y sus habitantes sobreviven a su suerte, no gozan de un anarquismo libertario, pues una silente burocracia los oprime.
A la ciudad de Auster es posible llegar, pero es imposible salir. Una dictadura invisible y omnipresente a la vez, integrada por gobernantes cuyo nombre e identidad casi nadie conocen impiden abandonarla. La única vía de escape al mar es contenida por un muro y los caminos hacia los desiertos son laberínticos e inciertos.
La narración es densa, oscura, traumática. Imposible no evocar la desolada angustia de El Castillo o El proceso de Franz Kafka, si bien los motivos existenciales o la thanatología de algunas de las sectas que pueblan la urbe, recuerda algunos trabajos de Mario Bellatín.
Paul Auster es neoyorquino. Nació en la Gran Manzana en 1947 y luego de haber sido un marino, vivió tres años en Francia
La música del azar, La trilogía de Nueva York (Ciudad de cristal, Fantasmas y La Habitación cerrada) además de Leviatán y Tomboctú, son sus obras más célebres.
De autor estadounidense al fin, sobre El País de las últimas cosas se han escrito cosas de lo más diversas. La crítica del Washington Post califica a la ciudad de Auster como una metáfora del Infierno. La Vanguardia señala que con esta obra la literatura recupera su fuerza de sacrilegio para narrar la miseria.
En realidad, creo que más allá de infiernos y miserias, El País de las últimas cosas bien puede ser tomado en cuenta como una fábula de nuestro tiempo o caso como una advertencia.
Después de todo, no es ficticio afirmar que toda gran aglomeración humana trae con sigo el caos. Luego entonces toda urbe es caótica y el caos no tiene categorías.