Eterno Retorno

Thursday, March 20, 2003



Donde es el reventón?
(fragmento del capítulo I)

Fue así como la pachanguita de Verónica inauguró un rosario de reventones muchas veces rezado en la vida de Zarrapaztrozo Trimigesto, que fue gradualmente aumentando en intensidad orgiástica y dionisiaca y que por momentos pareció no tener final, pues todavía no iniciaba la secundaria, cuando el Zara ya podía presumir haber asistido a más de una decena de bailes quinceañeros, narrando con orgullo que en algunos realizó la épica hazaña de colarse y bailar con la mismísima quinceañera todavestidaderosa.
Y conforme crecía las fiestas se multiplicaban. ¿Como puede haber siempre una mujer que cumpla 15 años en esta Ciudad? Se preguntaba el Zarito que para tercero de secundaria ya había corrido la milla y los bailes comenzaban a aburrirle.
Entonces prefería irse con el siempre buscado amigo- que- tiene- carro a dar vueltas por la ciudad acompañados de su respectivo cartón de cervezas en busca de feminas desprevenidas. Para cuando al Pastorzzo le empezó a crecer la greña, ya se animaban a llegarle a uno que otro antro encomendándose a las hadas de la noche para lograr pasar sin identificación de mayor de edad. Esa fue su etapa que jurídicamente sería clasificada como de ebriedad consuetudinaria. Comenzaba a beber desde que salía de la prepa, hasta que su organísmo le exigía el alto y arrojaba fuera lo ingerido. Más de una ocasión, Zarrapaztrozzo fue arrojado a las puertas de su hogar cuando rayaba el sol en calidad de costal de mazorcas. Ni las noviecitas que tuvo en ese entonces y mucho menos su jefa y su abuela pudieron convencerlo para que bajara la intensa marea de levadura que de jueves a domingo inundaba su cabeza y panza. El principio del fin de su etapa de bebedor y antrero fue cuando se fue a pasar un verano con su primo Mauricio (el primo chilango que todos tenemos) y una tarde estando en Tepoztlán le dieron a probar mota y decidió que sus parrandas de alcohólico eran la historia del tiempo perdido, pues en la Juana había encontrado el eden mutilado que se busca en cada noche de antro. “Con razón es tan buen negocio el narcotráfico”, pensó el Pazz que para pronto se enteró del paradero, precio y calidad que ofrecían todos los macizos caciques de su terruño. Adquirió en poco tiempo los hábitos y precauciones propias de todo pacheco, es decir botecito de gotas para los ojos, pastillas para el aliento, un hitter hechizo para las fumadas de urgencia, su cajetilla de Delincuentes o Paciflores y un sobrecito con sábanas de papel arroz que compró en Coyoacán para las ocasiones especiales. La frecuencia de sus vistas a los antros disminuyó considerablemente y ahora le daba por irse a Icamole o a la Huasteca a contemplar las estrellas, aunque eso sí, no faltaba a las tocadas y una que otra vez se lanzaba al Barrio Antiguo, aunque sin entrar nunca a los bares, a no ser que una fémina se lo solicitase.
Para cuando entró a estudiar a la Facultad de Filosofía y Letras, el Zar era un poco de todas sus radicales etapas de reventado. De repente un six pack futbolero, de repente un gallito campirano, una reunión nostálgica con los compas de la prepa y una que otra exploración a los antros en compañía de Alejandra. Lo que sí nunca pensó el Zara que llegaría a hacer fue estudiar en turno nocturno, pues tal vez por una reminiscencia de las largas esperas infantiles cuando su madre estudiaba, nunca le cayó el veinte de estar refundido en un salón de clases a las diez de la noche y pese a tantas jarras y noches en vela, la idea le parecía simplemente inmoral. Sin embargo para segundo semestre, le ofrecieron una chambita en el Museo de Arte Contemporáneo que aceptó más por la presión familiar que por convicción propia, de modo que dijo adiós a la tienda de discos en la que laboraba por las tardes e inscribió sus materias en el misterioso e inquietante horario nocturno.
Y esa noche de martes parecía estar más arrepentido que nunca de haber decidido ser universitario noctámbulo. Las explicaciones sobre la concepción cosmológica de los pre socráticos simplemente no podía entrar en su cabeza, pues sentía que a esa hora debería estar en casa y le repateaba saber que un largo camino y dos camiones que tardarían mucho en pasar lo separaban de ella.
Finalmente, el maestro se dignó a pronunciar el esperadísimo “continuamos mañana”.