Mis pequeñas rebeliones. Odio las corbatas
Todos los que trabajamos nos prostituímos. Uno es capaz de innombrables humillaciones con tal de asegurar su recibo azul de nómina. Libramos todos los días una batalla a brazo partido para no abandonar el paraíso clasemediero.
El abandono de la cama un lunes por la mañana es en la vida cotidiana el episodio más traumático. Es peor que ser un feto arrancado de golpe de la tiniebla uterina para ser arrojado a un charco de excrementos.
Nuestra vocación de prostituirnos en cada día laboral tiene infinitas formas y manifestaciones, pero solo un símbolo per-manente: la corbata. En esta redacción portar una corbata significa tener la marca de la bestia. El equivalente a ser una res marcada con un hierro ardiente que certifique su pertenencia al hato. Es el salvoconducto hacia la esclavitud. La corbata es un una horca eterna y nosotros unos condenados a los que ni la muerte es capaz de redimir. La corbata está aquí, omnipresente, lastimando mi cuello, haciéndome ver ridículo, clasemediero, prostituto. Un hombre que es capaz de amararse en su cuello un pedazo de tela que odia, es más decadente que quien abre el culo por una morralla miserable. ¿Para que diablos sirven las corbatas? ¿Quien dijo que son sinónimo de elegancia? Sí, ya se que tienen su origen en el ejército croata. Pueden contarme la historia que sea. A mi no me sirven de un carajo.
Y aquí va una confesión sobre una de mis pequeñas rebeliones que aún tienen vivo su espíritu: Jamás en la mi vida me he comprado una corbata. Jamás me compraré una. De mi cartera nunca saldrá un solo centavo para pagar por un repugnante pe-dazo de trapo destinado a estrangularme. Las corbatas que tengo, que son muy pocas, me las han regalado mis padres, mi suegro o mi esposa. Yo no he comprado una y aquí lo firmo: Jamás compraré una. De esta agua sí que no beberé.
Y aún hay más. No solo nunca he comprado una corbata. Ni siquiera se como hacer el nudo, y lo que es peor: no tengo la más mínima intención de aprender. Tengo un par de corbatas con el nudo hecho guardadas en el cajón de mi escritorio entre libros y periódicos viejos. Son corbatas sin chiste alguno. La que más uso es gris. Me la pongo al llegar a la Redacción y me la quito al salir a la calle. Casi todos hacemos lo mismo. No quiero una corbata nueva. No quiero cambiar de corbata. Me conformo con la que tengo. Me sirve para el único fin utilitario que tiene en mi vida: que los que me pagan me vean que trai-go corbata y certifiquen que estoy lo suficientemente prostituido por el sistema. De ahí en fuera no me sirve de nada más. Así que nada importa si es la misma todos los días o si está cochina. Mejor aún. Así mi aberración total por la prenda y lo que significa queda de manifiesto. Esta pequeña rebelión es un rinconcito de dignidad. Una forma de certificar que todavía no es-toy tan vendido al sistema. Sí, ya me han llamado mil veces adolescente retardado y promotor de rebeldías babosas e infanti-les. Id sin escalas a chapotear en la mierda. Si ser adulto significa ser un servil insecto encorbatado, me niego a serlo. Sí, ya se que ya estoy muy grande para ciertas pendejadas. Mucha gente predijo que a cierta edad “maduraría”, pero la madurez no ha llegado y que bueno. Según mis familiares, para este entonces habría olvidado ciertos gustos musicales y literarios y me habría vuelto católico por conveniencia y comodidad social. Y miren nada más. Cada día siento más placer cuando balsefomo contra todos los dioses monoteístas y sus iglesias. La idea de morir antes de los 30 años todavía me atrae demasiado y no des-carto que mi suicidio fuera antecedido de un arrebato al estilo del Eróstrato de Sartre. Si alguna vez dejo de depender de las cadenas esclavizantes de una nómina, mi pelo volverá a crecer sin límites, volveré a agujerar las superficies perforables de mi cuerpo y adornaré mi piel con más tatuajes. ¿Quien chingados tiene el derecho de impedirme un placer tan banal?