El maldito vicio de canonizar
De poco
o nada vale que nos proclamemos deicidas hormonales, anarcos apóstatas o
ángeles caídos de teporocha estirpe. Al final del camino, aunque gritemos Non Serviam y proclamemos la supremacía
del divino caos sobre el aburrido orden, acabaremos sucumbiendo bajo el yugo de
la canonización.
No
todos pueden ser santos (así qué chiste). Solo unos cuantos pueden acceder a la
divinidad. Para ello, es imprescindible
una tiránica deidad repartiendo bendiciones, apartando el trigo limpio
del corroído, diciendo quién sí y quién no. Tú entras al cielo, tú quedas
fuera. Hay paraísos y avernos, un Olimpo y un Hades. Solo unos pocos serán los
elegidos, el selecto club, el odiosísimo y omnipresente VIP. La eterna
selección.
Hay y
ha habido siempre un panteón, una pléyade. Las 40 principales, los 11 de Tata
Martino en el Mundial de Qatar. Tú sí y
tú no. Leyes eternas. Ocurre todo el tiempo, en todos los campos y en todos los
tópicos. Nos obsesionan las listas, las inclusiones y exclusiones. Nos pasamos
la vida entera improvisando clasificaciones, rankings, top diez, top mil, top
millón. ¿Cuántas ediciones van de la revista Rolling Stone con los mejores 100
álbumes de todos los tiempos o los mejores guitarristas o los mejores
cantantes? Hoy Motomami de Rosalía es mejor que SGT Peppers de Beatles y
mañana llegará alguien a desbancarlo y mandarlo al limbo de los olvidados.
¿Cuántas ediciones especiales previas a los
mundiales con los mejores futbolistas de todos los tiempos? ¿Maradona o Pelé?
¿Cruyff o Bekenbauer? ¿Messi O Cristiano? Escribo esto en octubre. En menos de
dos meses, la red estará infestada con listas de lo mejor y lo peor del año.