En el supermercado encuentro siempre más empacadores voluntarios que cajas abiertas. Suelo ir a hacer la compra por la mañana, cuando a menudo hay solo una cajera despachando. Asumo que la empresa no puede o no quiere pagar más sueldos para cubrir ese horario. A la entrada hay generalmente seis o siete abuelos esperando turno para poder empacar, pero solo uno de ellos puede hacerlo. Los demás aguardan sentados en una banca. He ido observando su manera de organizarse y sus rotaciones. A veces el relevo se da con cada nuevo cliente en la fila. El empacador tiene la oportunidad de atender a un solo comprador deseando que la propina no sea demasiado magra y acto seguido debe ceder su lugar a otro compañero. El reparto de turnos, por lo que puedo ver, es siempre cordial. A veces permencen más tiempo empacando, pero la constante es rotar, pues invariablemente son más los voluntarios que las cajas en funciones. Al verlos sentados en la banca aguardando turno mientras comparten nostalgias y saudades, pienso en los jugadores suplentes de un equipo de futbol, ilusionados con la llegada del momento en que el entrenador los llame para entrar a la cancha. Pienso en los miles de estudiantes que aguardan el resultado del examen de selección para ingresar a una universidad o en los pepenadores de palabrería que inscriben su manuscrito a un concurso literario. En la canija vida hay siempre más aspirantes que oportunidades de ganar. La de los ancianos empacadores es la última batalla (la última pelea, diría Eskorbuto). El trofeo serán las pocas monedas que le sobren al comprador y por ellas deberán ir a luchar. A mucho más ya no se puede aspirar y ellos lo saben, pero la vida no se acaba y es preciso salir cada día a pelear por subsitir. A veces platico con ellos. La mayoría cargan a cuestas una triste historia de frontera: pueblo pobre del centro o sur, migración a los Estados Unidos, esclavizantes empleos de indocumentado que conforman la época de oro de sus vidas antes de la cruel deportación. Tras varios intentos fallidos de cruce, cuando las fuerzas se agotan y la edad cobra factura, acaban resignándose a vivir el invierno de sus vidas en el limbo bajacaliforniano y a los 70 años de edad, la única puerta que a veces se abre es la caja de un supermercado. Por lo que a mí respecta, trato de dar siempre un poco más que las monedas del cambio, pues sé que el otoño está a la vuelta de la esquina y mucho más temprano que tarde miraré el mundo desde sus ojos.
Wednesday, August 29, 2018
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