¿Cómo se supone que se vive la noche anterior a la pérdida de una pierna? Tal vez lo normal es que estuviera sedado en un cuarto de hospital en el área de terapia intensiva, pero en el nosocomio que me corresponde por mi calidad de burócrata sindicalizado, no hay cuartos ni camas suficientes, por lo que me han mandado a dormir a casa. Ahora mismo estoy aquí, sentado frente a la tele en mi mecedora como cualquier noche de entresemana. Una mecedora en donde a partir de mañana pasaré muchas más horas de mi vida o acaso mi vida entera. Una mecedora que me hace ver demasiado viejo a los 44 años. Mañana empezará el resto de mi vida. Según tengo entendido, los diabéticos que llegan a perder una extremidad no suelen vivir mucho tiempo después de la amputación. Cuatro o cinco años a lo más. Pero claro, a mi alrededor también ha habido una considerable cofradía de optimistas con su respectivo derroche de cursilería, diciéndome que si me alimento sanamente y mantengo una actitud positiva agradeciendo a Dios por cada nuevo día, puedo vivir muchos años más.
Pienso que debería estar como todas las noches, destapando una caguama frente a un plato de papitas bañadas en salsa mientras hago zapping en los canales deportivos, pero desde hace un tiempo no me dejan beber y no creo poder recorrer con muletas las cuatro cuadras que me separan del Oxxo para comprar las últimas cervezas que debería beber siendo un hombre con dos extremidades. En un arranque de anticipada nostalgia y humor negro, llegué a considerar hacer una fiesta de despedida para mi pierna. Si el general Santa Anna organizó rimbombantes funerales de estado para su miembro perdido en la Guerra de los Pasteles, no veo por qué no pueda yo organizar una ceremonia de adiós para este pedazo de mí del que en unas horas voy a despedirme para siempre, pero aquí estoy, sentado frente a la tele, con mi pata vendada descansando sobre un cojín y con ganas de tomarme aunque sea una cerveza a la salud de la parte que se va.
En la familia nadie parece estar demasiado pendiente de mí. No se puede decir que el ambiente en mi hogar sea lúgubre. Tampoco festivo o alegre. Es el ambiente de cualquier noche de entresemana en mi unidad habitacional del Infonavit Colinas de Ecatepec. Desde el corredor central se oye la gritería y en las paredes retumban los pelotazos. Mi hijo Ricardo y su palomilla de treceañeros están entregados a su cascarita callejera nocturna. Mi hijo Arturo, en cambio, lleva un par de horas abstraído en la conquista de los mundos virtuales de un videojuego en el que presume grado de maestro. Rosa Nelly está a unos metros de mí, sentada frente a su lap top, concentrada en las seis conversaciones que tiene abiertas en Facebook. Esta es la hora en la que mi esposa se entrega invariablemente al comadreo de red social y lo más que de ella puedo obtener son distraídos monosílabos. De pronto, el retumbar de un pelotazo en la pared le arranca un grito de reclamo. ¡Chingada madre con estos chamacos, van a romper un vidrio! Liberado el grito de angustia, vuelve a entregarse al chateo. Arturo en cambio no aparta la vista de la pantalla. Podría haber un terremoto o un bombardeo nuclear y mi hijo seguiría concentrado en pasar al siguiente nivel de su videojuego, a menos que el cataclismo en cuestión incluyera la pérdida de la energía eléctrica, en cuyo caso simplemente miraría al mundo con el estupor que de quien ha sido arrancado de una especie de edén uterino. A muchos de mis vecinos les gusta la cumbia; a otros tantos el regetton. Ninguno tiene complejos ni reparos en compartir su ruido a todo volumen. Ocurre todas las noches. A mi lado izquierdo retumba la voz de Margarita, la diosa de la cumbia. A mi derecha un dueto boricua berrea sobre los atributos del culo de una mamacita. En la pared retumban los pelotazos de Ricardo y sus secuaces. Arturo ni siquiera se inmuta. Se necesita mucho más que eso para arrancarlo de la sagrada misión de conquistar un nuevo mundo virtual. Rosa Nelly se limita a una mueca de fastidio
Saturday, July 27, 2013
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