La única iglesia que ilumina es la que arde
La única iglesia que ilumina es la que arde. La frase del anarquista ruso Piotr Kropotkin está tatuada en mi alma y refleja la esencia más pura de mi sentir.
Si hay un tema que a lo largo de la vida me ha traído problemas, rechazos y polémicas, es mi posición frente a la religión. A veces trato de moderarlo, de mejor no tocar el asunto para no herir sensibilidades, pero al final siempre acaba brotando como lava en erupción. Lo siento, pero no puedo negar ni silenciar a la cruz invertida de mi atea parroquia. Es entonces cuando la gente empieza a sacar conjeturas sobre mis traumas, mis complejos o lo horrible o disoluta que debe ser mi vida. Siento decepcionarlos, pero mi cotidiana existencia es exactamente como les gusta a los cristianos. Es más, creo que se pasa de tranquilita y pacífica. Al menos por mis actos no pueden reprocharme nada. Lo único que me reprochan son mis (no) creencias. A ver: soy un padre de familia heterosexual y monógamo que suma 26 años felizmente casado. Nadie abusó de mí o me violó de niño, nadie me impuso la religión a chicotazos y tampoco he tenido confusiones o dudas sobre mi sexualidad. Llevo una vida heterosexual y monógama porque es la vida que me gusta vivir y así he sido inmensamente feliz. Si yo fuera homosexual viviría mi homosexualidad a plenitud y tendría una familia “alternativa” sin complejo ni inhibición alguna pero no es el caso. Sucede simplemente que desde mi adolescencia descubrí que dios es una patraña, pero no solo eso: es una patraña que le hace muchísimo daño al mundo.
El universo sería bello si las creencias religiosas se limitaran a la esfera personalísima e íntima, pero por desgracia siguen condicionando la política e influyendo negativamente en la vida de millones de personas. Lo veo y lo compruebo todos los días, cada vez con mayor preocupación por el desparpajo e impunidad con la que sucede.
A menudo me han preguntado si soy de izquierda o de derecha y me han acusado por igual de ser ultra de las dos. Mi repuesta es que mi primera convicción, la más firme de todas (aparte de ser aficionado Tigre) es el ateísmo y la antireligión. El laicismo a ultranza.
Cuando a los 16 años me proclamé ateo, muchos lo atribuyeron a una rebeldía adolescente, a mis ganas de asustar o provocar. Un exabrupto pasajero motivado por el Black Metal que se me pasaría al llegar a la edad adulta y adoptar por conveniencia o comodidad un cristianismo pachorro y simplón como el que viven millones de personas.
Siento decepcionarlos, pero ya pasé el medio siglo de vida y la flama antireligiosa sigue ardiendo en mi alma. De hecho, a veces me reprocho ser tan tibio y no practicar el activismo deicida.
Si yo fuera presidente (como dice la rolita de juguemos a cantar) tendría una agenda bastante agresiva contra las iglesias y aplicaría un laicismo radical a rajatabla. Ya les iré platicando en subsecuentes intervenciones mi propuesta legislativa al respecto (realmente estoy pensando en mandar una iniciativa al Congreso).
Pero aunque les parezca una aberrante contradicción, me confieso un deicida profundamente místico al que le gusta rezar y sobre todo agradecer. Siempre agradecer.