Ciudad aérea, hostil duermevela
Desde hace tiempo su
mala salud es charla de sobremesa entre familiares y subalternos y al no tener
hijos para heredarles su fortuna, su muerte es un botín aguardado con ansia e
impaciencia. Livio no quiere pensar más en eso. Sólo al momento de ser elevado
por el elevador de la torre Auriga sintió el paulatino retorno de la serenidad a su
ritmo cardiaco. Contra esos ataques no hay mejor medicina que la contemplación
de la ciudad desde la altura de su
ventanal. El paraíso, la plenitud, lo inmaculado sólo pueden existir en las
alturas, se dijo al mirar la noche sampetrina salpicada de neón. En las alturas
no hay perros muertos ni infectos pordioseros moribundos. En el imaginario
cristiano el hombre virtuoso asciende a los cielos y el malvado desciende a los
infiernos. La liberación sólo es posible elevándose, pero sus pesadillas son pertinaces y ascienden junto con él en el ascensor, viajan
en el helicóptero y brotan furtivas y traicioneras en la zona límbica de la
madrugada.
Ahora está despierto,
coronado por el sudor frío y sin acertar a borrar las imágenes que irrumpen
como infernales diapositivas: perro muerto, acróbata mutilado, manos pringosas,
baba en su mejilla. La cama lo expulsa. Imposible permanecer bajo las sábanas
cuando en su mente desfila el museo de los espantos. Descalzo camina por la
habitación a oscuras hacia el gran ventanal panorámico de la sala. El único
sosiego posible es certificar con la mirada los cientos de metros que lo
separan del pestilente suelo, pero ni siquiera la visión de la ciudad desde el
piso 39 alcanza a consumar inmediatamente su exorcismo. Livio permanece largos
minutos con el rostro pegado al cristal, construyendo veredas de neón con la
mirada, tratando de ubicar puntos exactos en la cartografía urbana del
municipio con mejor nivel de vida en Latinoamérica. San Pedro aún duerme.
La terapia de Livio
consiste en contar el número de ventanas iluminadas en las torres vecinas.
Juega a imaginar cuántas de esas luces han sido encendidas por insomnes como
él - acólitos en la secta del mal
dormir- y cuántas son de madrugadores que se preparan para recibir el amanecer
corriendo en algún parque. A las cinco
de la mañana aún son muchas más las ventanas oscuras pero conforme los minutos
transcurren las luces van brotando entre las moles durmientes de concreto. Es
entonces cuando con brutal claridad irrumpe la imagen de la ciudad aérea que ya
nunca lo abandonará.