DIARIA INTIMIDAD
Buscando conjurar la parálisis del primer párrafo y encontrar algo parecido a una ruta de navegación, vas en busca del cuaderno en donde con relativa constancia narrabas tu presente en ese año. Es un cuaderno de pastas duras, posiblemente de marca Scribe, comprado (eso sí te consta por la etiqueta) en la papelería El Guerrero de Monterrey.
En 1994 aún no sabes lo que es una Moleskine y aún si lo hubieras sabido, no tendrías dinero para pagarla. Las papelerías regias no venden cuadernos demasiado coquetos, así que las opciones no son muchísimas, pero aunque la lana no te sobra, estableces que un diario personal no puede ni debe confundirse con una vil libreta escolar y te das a la tarea de buscar algo más o menos digno.
Acaso tu único requisito indispensable es que el cuaderno en cuestión sea de pasta
dura y si se puede, que tenga una imagen inspiradora. La portada de tu cuaderno del 94 es la imagen
de una catedral gótica europea, seguramente alemana. La calidad de la impresión
es algo burda pero al menos cumple con no parecer una agenda contable.
Este cuaderno es el tercero de su estirpe y
narra las andanzas de tu vida desde enero de 1994 a la primavera de 1997. Sus dos
antecesores narraron una década entera de tu vida.
Tu primer diario se inauguró en el
orwelliano y heavymetalero año de 1984. Es un extraño cuadernito cuadrado de pasta dura acolchonada
con una cinta de falso cuero y un cincho de metal. En la portada se lee Diario
en borrosas letras doradas. Te lo compró tu madre en la Navidad luego
de ver que hacías inconstantes esfuerzos por narrar tu día a día escribiendo en
unos cuadernos con pastas de cartón azul de la marca Colonial.
Este día, mientras intentas poner en marcha el texto sobre el 94 que aún no sabe a dónde va, le echas un ojo de pájaro a aquel primer diario y tres décadas y media después reparas en que el cuaderno fue confeccionado por el Centro Cosmobiológico Solar de la Gran Fraternidad Universal. En su primera página se lee Diario de la buena fortuna. En realidad es un artefacto híbrido, pues comienza como librito de astrología con una introducción dedicada a explicar los signos zodiacales para después dar paso a unas 200 hojas en blanco que conforman el diario en sí.
En 1984 tenías diez años de edad y acababas de dejar de ser hijo único. Vivías con tu madre y tu padre adoptivo en una casa de tres pisos. Tu cuarto yacía en la planta más alta. El nacimiento de tu hermanita Ana Lucía representó tu primer umbral hacia la madurez.
En ese primer cuaderno narraste la muerte
de tu abuela Emilia; tu expulsión del Liceo Anglo Francés de Monterrey por mala
conducta; la fiebre futbolera de 1986; tu primer orgasmo (aunque no entraste en
detalles); el nacimiento de tu hermana Elisa; tu caída en el tutelar para
menores por robar en un Súper 7; tu forzada mudanza a la Ciudad de México por
el trabajo de tu padre adoptivo; tus primeros escarceos con la chilanga banda; las
madrizas, vagancias y tu primer toque de mota; tu primera compulsiva escritura a
bordo de un avión al iniciar un idílico
auto exilio de meses a paisajes de ensueño en Colorado y Wyoming; tu entrada a una prepa
hostil infestada de juniors malcriados; tu improbable desquinte en el verano
del 89 con una tabasqueña a la que conociste en una callejoneada de
Guanajuato; el
nacimiento de tu hermano Adrián en los días en que el muro de Berlín acababa de
caer; la fiebre del Mundial 90 que te sorprendió inmerso en martirizantes
exámenes extraordinarios; tu primer tatuaje y todo lo que cabe en una vida de
los 10 a los 16 años. Tu diario comenzado en 1984 tuvo su punto final en la
Navidad de 1990. En las últimas páginas hacías una letra microscópica, pues
deseabas que el cuaderno concluyera al acabar el año. Empacaste un sexenio de
vida en unas 200 páginas, pero justo es aclarar que aunado a tu letra pequeñísima, los textos de aquel entonces no
eran tan largos y tampoco tan constantes. A veces llegabas a pasar semanas sin
escribir, sobre todo en los primeros dos
años del diario, pero con el correr del tiempo la escritura se fue tornando
compulsión. Vivir implicaba necesariamente narrar la vida.