Más kafkianos que nunca
Ocurrió
hace exactamente un siglo, el 3 de junio del 24. La tuberculosis que lo
carcomía desde hacía siete años acabó de consumir su maltrecho cuerpo. Para
Franz no hubo sorpresas. Sabía que su condena era irreversible y por ello
rompió su compromiso matrimonial con Felice Bauer. En cualquier caso, de haber
sobrevivido 15 años más, su destino habría sido morir en los campos de
concentración nazis como le ocurrió a sus hermanas. Se sabía condenado y
condenó sus libros al fuego: quémalos a la chingada sin siquiera leerlos, le
pidió a su amigo Max Brod antes de morir. Para nuestra fortuna, esa condena no
fue ejecutada y Max cometió la más divina desobediencia en la historia de la
literatura universal al traicionar el testamento de su amigo. Max salvó su obra
del fuego y gracias a esa traición sabemos que lo kafkiano es la historia de
nuestra vida cotidiana. Dicen que fue el profeta de los horrores del Siglo XX,
pero a mí me da por creer que el néctar mismo de lo kafkiano habita en nuestros
días, en este absurdo Siglo XXI donde nuestros juguetes juegan con nuestro
destino. Lo kafkiano es la pantallita donde escribo este texto, el Castillo
digital donde yacemos sin remedio, una inteligencia artificial que colapsa, un
robot que tiene en sus manos tu destino y no te entiende. Lo kafkiano es
saberte desechable e innecesario, abortado por un engranaje cuyo funcionamiento
ignoras aunque estás inmerso en el. Lo kafkiano es aceptarte culpable sin saber
de qué, procesado sin saber por qué en un mundo que se jura perfecto, exacto e
infalible, porque aquí la falla eres tú. Hace cien años se nos murió Franz
Kafka y nuestro mundo nunca había sido tan perra y canijamente kafkiano.