De librajos y otros lastres
El
libro es sin duda el objeto material con el que he tenido una relación más extrema,
obsesiva, aferrada y pasional a lo largo de mi vida. A menudo es una relación de
alegre convivencia cotidiana como si de una parte de mi anatomía se tratara. Después
de todo, en cualquier momento del día hay siempre un libro cerca de mí. A todo
lugar donde voy llevo uno conmigo y en mi mesa de noche, en mi rincón de trabajo
y en los asientos del carro yacen caóticos alteros. Claro, admito que por momentos
llega a ser una relación patológica y autoagresiva, generadora de conductas y
reacciones propias de adicto. Tal vez sea la herencia por haber crecido en una
casa-biblioteca, pero el libro juega en mi vida el papel de objeto contrafóbico,
algo así como les sucede a los niños que no pueden salir de casa y se sienten
desprotegidos si no traen consigo su peluche. Admito que si no llevo un libro
conmigo puedo sentirme intranquilo o nervioso y experimento una sensación de desapacible
vulnerabilidad.
Llevarlo
significa tener siempre a la mano una puerta de escape, un boleto de viaje, una
zeppeliana escalera al cielo (o al infierno).
Alguien
podría decirme que la misma relación enfermiza es la que tenemos con nuestros
celulares, pero la diferencia es que ese aparato llegó a mi vida siendo ya
adulto y hace apenas una década se convirtió en una auténtica oficina ambulante.
Los libros, en cambio, han estado junto a mí desde la temprana infancia.
Los
libros son tesoro y monserga, deseo y lastre. Los necesito cerca de mí, pero no
dejo de aterrarme al ver todo el espacio vital que me han robado. Hoy por la
mañana hice una limpia en la cajuela de mi carro y con horror encontré más de cincuenta
libros amontonados, aguardando su turno de ser leídos o por lo menos recordados.
A la mayoría de ellos no los tenía presentes. Confieso casi todos fueron
regalos.
El
libro es un objeto vivo. Al provenir de los árboles es materia vegetal y sus
páginas son hábitat y zona de cultivo de microorganismos. Según el ecosistema y
las condiciones de luz y humedad del lugar donde se almacenan, pueden desarrollar
colonias de hongos o toneladas de polvo.
A su
vez, un libro revive cada que alguien lo lee. Abro al azar Memorias, reliquias y retratos de
Juan de Dios Peza, ejemplar editado en 1900. En ese volumen de 124 años de edad
encuentro un capítulo llamado Un libro viejo, en donde Peza reflexiona sobre una
olvidada antología de 36 jóvenes poetas (entre los que se cuenta él mismo)
editada en 1872 y condenada 28 años después a las mesas de remate.