Livio y los osos
Como tantas veces ocurre, Livio despierta en la
madrugada. La boca seca, la taquicardia, la meadera incesante y calambres en la
pierna derecha cumplen con sacarlo de la cama. La diferencia es que hoy su
recamara está oscuras. Normalmente
duerme con la lámpara de la mesa de noche encendida, pero hoy la casa está en
tinieblas. Lo coherente sería llamar a Arnauda para que él se encargue de mover
a los empleados de la Comisión de Electricidad. Seguramente debe tratarse de un
corto o alguna avería en su planta energética particular. Está a punto de
llamar, pero entonces repara en que son las 2:30 de la madrugada y uno de los
propósitos de su nueva vida de serenidad
y desapego, es dejar de molestar a los empleados a cualquier hora que se le
antoje. Ya amanecerá y entonces con calma llamará a su escudero para que se
haga cargo de la situación. La sensación de estar totalmente a oscuras en medio
de la madrugada invernal lo hace sentirse en comunión con el entorno. El mayor magnate
del cemento es un hombre solo en lo alto de la montaña. El mayor privilegio que
ha podido costearse con sus millones es este silencio y esta soledad, pero ni
el silencio ni la soledad durarán mucho esta madrugada. Aún no llegan los
primeros rayos del sol cuando el ruido de un cristal que se hace añicos lo
arranca de la duermevela. Ruido de pasos, de objetos cayendo y un sordo
gruñido. Sale de su habitación y desde lo alto de la escalera distingue las
gigantescas sombras en la sala. Nunca había ocurrido pero siempre hay una
primera vez: los osos han entrado a su casa y al parecer son cuatro. Los siente
husmear en la sala y la cocina. Una vez que den con la alacena sin duda darán
cuenta de todo. Lo primero que se le ocurre es grabarlos pero para su mala
fortuna ha dejado el celular cargando en el antecomedor. Si quiere ir por él
deberá bajar la escalera y pasar junto a los osos. No solo no puede grabarlos
sino que tampoco está en sus manos llamar ahora sí a Arnauda para que venga a
rescatarlo.