Eterno Retorno

Thursday, August 03, 2023

Felices 100 Papatino. La canija vocación es terca

 


 

Hace cien exactamente cien años, el 3 de agosto de 1923, nació mi abuelo Agustín Basave Fernández del Valle en Guadalajara. Tapatío de nacimiento, regio por adopción, escribió más de 30 libros y consagró su vida entera a la filosofía y a la enseñanza. “No concibo mi vida fuera del aula”, fue una frase que llevó hasta sus últimas consecuencias. Más de una vez me han preguntado qué tanto influyó mi abuelo en mi camino. Hoy en su centenario reparo, una vez más, en la terca omnipresencia de su legado. Tengo la fortuna de haber crecido viviendo en su casa los primeros ocho años de mi vida. Los recuerdos más antiguos de mi infancia se remontan a la casa marcada con el número 103, en la calle Río San Juan, en la colonia Miravalle, entre el Río Santa Catarina y la carretera Saltillo. Una casa-biblioteca que hace treinta años fue derrumbada para construir un hospital.

Recuerdo un abuelo que viajaba muchísimo, que conocía el mundo entero. Cualquier país del mundo que yo señalara en el mapa lo había visitado mi abuelo.

Recuerdo al abuelo de casa que almacenaba dulces en su cuarto, mismos que nos daba de premio a los nietos después de las comidas. Recuerdo la mesa de la alegría de los domingos, que era el antecomedor en donde comíamos los nietos y a donde nuestro abuelo siempre llegaba a platicar en algún momento de la comida.

Recuerdo al gran caminador que cualquier domingo en la mañana me pedía que lo acompañara caminado desde la casa en Miravalle hasta la iglesia de Fátima, cruzando el puente sobre el Río Santa Catarina.

Recuerdo al hombre que me llevaba a ver a los Tigres al Estadio Universitario, con su chamarra con una U gigante bordada. Por fortuna él no perteneció a la estirpe borgeana de intelectuales antifutboleros, pues el juego lo emocionaba, aunque sus pronósticos a menudo eran fatalistas.

Recuerdo su capacidad de abstraerse y escribir todo un día sin parar y sobre todo, la forma en que cuidaba su biblioteca. Podía tener distracciones inverosímiles en quehaceres cotidianos de la vida práctica, pero el inventario mental en torno al orden y acomodo de sus libros era perfecto y conste que estamos hablando de más de 30 mil ejemplares. Si yo movía uno de lugar lo notaba de inmediato. De aquella biblioteca me regaló un Quijote valenciano con pasta y estuche de cuero y unas obras completas de Dante en español y en italiano que atesoro.

Recuerdo, sobre todo, su terca congruencia, la armonía absoluta entre el decir y el hacer, la plenitud de su vocación desafiando la lava volcánica del espíritu de la época. En su caso, el amor a la sabiduría fue un mantra de vida diaria, un ritual de cotidianeidad.

A la fecha, creo que donde su herencia es más notoria en mí, es en la manera obsesiva, aferrada y pasional de ser lectores y atesorar libros. Me reconozco en él en la forma de perderse en una librería, de pasar horas mirando ejemplares y salir de ahí siempre con algo bajo el brazo. Siento su esencia en esa abstracción zen que puede uno lograr cuando reacomoda los libreros o simplemente los contempla, sabiendo de dónde viene cada libro y qué rol ha jugado en nuestras vidas (aunque su biblioteca era diez veces más grande que la mía). Siento su legado en la gracia de poder vivir perpetuamente distraídos con la mente volando siempre lejos del lugar en donde estamos.

Lamento en verdad que no haya alcanzado a conocer a mi hijo Iker, que nació casi cuatro años después de su muerte. Tampoco alcanzó nunca a leer un libro mío y seguro estoy que no le habrían gustado (no lo culpo) pero se sentiría contento de saber que estoy entregado a mi vocación, pues fue algo que me remarcó hasta los últimos momentos. Hasta en su lecho de muerte, esas fueron sus palabras para mí: ¿Estás siguiendo tu vocación? Y mi triste respuesta en aquel 2006 era no, no la estoy siguiendo. Y entonces empecé a seguirla en plan de salmón. Creo que sus palabras tuvieron la fuerza para desencadenar todo lo que pasó después.

Cierto, nuestros ríos desembocan en arroyos distintos, pero la duda madre y la llama que alimenta el camino de vida es exactamente la misma. Aunque la cosmovisión pueda ser diferente, la semilla y el cimiento son idénticos. Cuando lo releo puedo experimentar y palpar las emociones que él sentía frente a Cervantes, Kafka, San Agustín o ante cualquier poema sublime. Heredé la pasión intelectual pero no la disciplina ni la rigidez de pensamiento. Él cuidaba su cuerpo, su aspecto y su alimentación y yo (obvia decir) soy un desbarrancadero. Me heredó la curiosidad, la sed de saber y el signo de interrogación como mantra de vida, aunque al final él tenía una certeza última sostenida en una fe inquebrantable y yo soy más feliz teniendo dudas. Él creía en la causa única y a mí sólo me da para aceptar la caprichosa aleatoriedad, la divinidad del caos y el absurdo como norma existencial. Con deidad o sin ella, la lectura aferrada y la distracción perpetua marcó nuestras vidas

También me queda por legado el dedicarle tantísimas horas de pensamiento a la muerte y su metafísica.

Algunas herencias son omnipresentes e irrenunciables. La suya sigue marcando mi camino existencial. Felices 100 Papatino. La canija vocación es terca. (DSB)