Central camionera
Hace
ya algunos ayeres fui un adolescente mochilero que peinó un titipuchal de
centrales camioneras a lo largo y ancho del país. Desde que en verano de 1988
me fui con mi amigo Jordi desde Monterrey hasta Chiapas por la ruta de Veracruz
y Tabasco, el jet de la pradera se convirtió en mi hábitat natural por los
siguientes diez años. Alguna vez, en diciembre de 1996, viajé de Boston hasta
Monterrey en Greyhound. Había desarrollado un buen callo camionero, pero desde
que vivo en Tijuana el avión sentó sus reales y en el actual milenio los viajes
en autobús se han limitado a la Riviera Maya. Así había sido, hasta que en mi
última escapada a Chihuahua volví a subirme al camionazo para llegar hasta
Parral. Aquello fue como un viaje a una dimensión moribunda. Cuánta desolación
y abandono se respira en las centrales camioneras chihuahuenses. La de
Chihuahua capital me pareció un mórbido elefante blanco, pero las de Delicias,
Jiménez, Camargo y sobre todo la de Parral rayan en lo espectral, una suerte de
wéstern macabro. Solo el polvo, los fantasmas y un triste guarumo intentan
conjurar la densidad de la resolana.
Es
un negocio en bancarrota?
Tan
fuerte les pegó el abaratamiento del avión? O es acaso que las carreteras se
han vuelto peligrosas?
Lo
entiendo en ciudades grandes, pues viajar en autobús de Chihuahua a Tijuana
cuesta el doble que hacerlo en avión, pero hay demasiadas zonas del país donde
no hay un solo aeropuerto en muchos kilómetros a la redonda.
Denso
es el polvo y fuerte es el silencio en las centrales camioneras. Nada, nadie y
las vírgenes de los altares parecen morir de aburrimiento bajo el sol
castigador de un verdugo atardecer.