Pericos atlistas
Se llamaban Pedro y Carlos Fernández del Valle, les
apodaban “los Pericos” y el arbolito genealógico narra que eran tíos de mi
abuelo Agustín. Nacidos en Guadalajara a finales del Siglo XIX, los hermanos
Fernández del Valle estudiaron en Inglaterra, concretamente en el colegio Saint
John y fue ahí donde se enamoraron del futbol. De regreso a tierras tapatías,
los Pericos se juntaron con su amigo Juan José “Lico’ Cortina y su hermano
Alfonso y una tarde de verano de 1916 materializaron su sueño de fundar un
equipo de futbol siguiendo el modelo de las academias británicas. El equipo fue
bautizado en honor del titán griego que es sostén del mundo: Atlas. Pedro
Fernández del Valle (quien debe haber sido mi tío-bisabuelo) fue el primer director
técnico del naciente equipo de camisa rojinegra que pronto empezó a dar de qué
hablar por la elegancia con que jugaban al futbol. No, no se me confundan: en
asuntos futboleros yo soy radicalmente monoteísta. Soy Tigre nacido en el Año
del Tigre y Tigre voy a morir. Sin embargo, si hay una única camiseta de todo
el futbol mexicano aparte de la de Tigres que me he llegado a poner como
aficionado, es la del Atlas. Más allá de la leyenda de los antepasados
fundadores, la realidad es que siempre me ha caído bien la Academia Rojinegra.
Me parece un equipo muy digno y su combinación de colores es sumamente
elegante. La vibra que se respira en sus litúrgicos juegos nocturnos en el
Estadio Jalisco me parece de lo más auténtica, algo brutalmente honesto, todo lo
contrario a lo que me trasmite su chivero vecinito, que me parece la
quintaesencia del villamelonismo chafa. Ser atlista es una declaración de
principios e integridad, dignos como un hidalgo medieval, sin fortuna pero con
casta y abolengo. Cierto, en términos futbolísticos nada puede ser tan feliz
como una Navidad Tigre, pero confieso que la vuelta olímpica rojinegra me ha alegrado el invierno.