Había una pinche niebla de aquellas esa madrugada.
Ese mismo sexto sentido me ayudó un par de años después, cuando mi abuela volvió a poner la carabina en mis manos. En los corrales teníamos dos caballos viejitos y una noche nos robaron al menos jodido. En las últimas semanas habían estado desapareciendo varios animales del pueblo. Nadie veía ni escuchaba nada y ni siquiera los perros más escandalosos eran para regalarnos un ladrido. En mi cuarta noche como centinela escuché un chasquido, un crujir de ramas ahogado en el ulular del viento. Había una pinche niebla de aquellas esa madrugada. No vi ni siquiera un bulto, pero disparé como si el rifle tuviera un radar. Ahora no escuché un rugido de fiera, sino un alarido humano, seguido de ¡un hijo de la chingada! con más tono de llanto que de reproche. Escuché ahora sí claramente el ruido de un cuerpo tropezando entre los pedruscos y las matas baldías. El cuatrero apareció como a unos 800 metros de nuestros corrales. Tenía un boquete en el costado izquierdo, por abajito de la axila. Al amanecer ya estaba desangrado. Yo fingí demencia y me guardé en casa de la abuela. El pueblo festejó la muerte del ladrón, que tenía asolados a todos los ranchos aledaños, y aunque aplicaron el nadie sabe nadie supo cuando los de la policía rural empezaron a hacer preguntas, todo mundo sabía que yo había sido el bueno.