¿Desbarrancadero ontológico? ¿Las voces de 666 mil esquizofrénicos chenqueques hablándole al oído?
¿Cómo se escuchan las voces de los demonios
que hablan en la cabeza de Matt Taylor? ¿Qué carajos le susurran? ¿A qué nivel
de oscura podredumbre puede llegar un alma humana para hacer esto? ¿Ustedes lo
entienden? Yo no. A veces parece que en Baja California estamos curados de
espanto, que frente a nosotros han desfilado ya todos los horrores posibles,
pero el infierno siempre tiene una mórbida carta guardada bajo la manga. Vaya
que la tiene. El racimo de diarios cadáveres arrojados por la narcoviolencia
hace tiempo que ha dejado de ser noticia, pero aún nos queda una dosis de
sorpresa e indignación si una mañana cualquiera, a la orilla de la carretera,
aparecen dos pequeños niños masacrados con saña extrema. Dos angelitos
descuartizados frente al Pacífico, en la carretera que corre entre Rosarito y
Ensenada, donde transcurre nuestra vida diaria. Un niño de tres años y una niña
de uno. La niña tenía doce heridas en rostro tórax y brazo; el niño diecisiete
La última noche de sus vidas transcurrió en el hotel City Express en el
Pabellón Rosarito, muy cerquita de nuestra casa, a donde los llevó su papá.
¿Cómo fue esa última noche? ¿Concilió el
sueño el asesino o se limitó a ver dormir a sus hijitos mientras esperaba el
momento de llevarlos al altar de sacrificios?
Salieron de madrugada rumbo al sur. El ojo
eléctrico que todo lo ve y la alerta ámbar en California arrojan que el asesino
fue Matt, el padre. Aparentemente confesó cuando fue detenido mientras
intentaba cruzar a Estados Unidos por la garita de San Ysidro luego de inmolar
a sus hijos con una estaca. ¿Quieres estereotipos tranquilizadores? Pues no los
hay. El padre homicida no es un ex presidiario, un sicario o un pandillero
repleto de antecedentes penales o un traumado veterano de una guerra cruel.
Nada de eso. Matt es el máster fundador de una escuela de surf en la idílica
Santa Bárbara, el sueño húmedo para los amantes del estereotípico idilio
californiano. Una prototípica vida de Instagram la suya. Surf, eternal sunset,
cachondo amorcito, mantras de comunión con el mar y la vibra noble y bonachona
de quien tiene la vida resuelta, no la sangre fría y culerísima de un hijo de
puta que tiene la mala entraña para enterrar estacas en las cuerpos de sus
bebés. ¿Demencia o quiebre repentino? ¿Desbarrancadero ontológico? ¿Las voces
de 666 mil esquizofrénicos chenqueques hablándole al oído? ¿Qué putas madres te
pasó Matt? ¿Con qué malditas criaturas te encontraste en la profundidad de las
relajantes olas californianas para matar así a tus hijos? ¿Estacas? ¿Así, como
vampiros mataste a tus bebés? ¿Asesinato ritual? ¿Esquizofrénico exorcismo?
¿Qué pestilentes cañerías drenaban por tu alma Matt? No tengo a la mano un
dios, pero les juro que siento necesidad de improvisar una oración por estos
cachorritos.