El negocio de Livio no es la eternidad de las montañas sino la vocación siempre mutante de la urbe.
En realidad los cerros siempre parecían rodear una ciudad distinta. Monterrey está metamorfoseando todo el tiempo, se devora a sí misma y barre sin piedad con ruinas y vestigios de cualquier cosa que huela a vida silvestre o a tiempo pasado. Sobrevive el Obispado, el Palacio de Cantera pero no mucho más. Avenidas, puentes, pasos a desnivel, rascacielos van brotando de repente como brotó la Macroplaza luego de reducir a polvo el antiguo primer cuadro. Bastaba alejarse unos cuantos años de la ciudad para ya no reconocerla, sin embargo las montañas habían estado siempre ahí. Para imaginar a un Monterrey sin ellas era necesario remontarse a
la era Paleozoica. A Livio siempre le
ha gustado pensar que el cerro frente a
sus ojos es el mismo que bautizó Alberto del Canto en 1577 cuando vio en su
cumbre la forma de una silla de montar y
el mismo que miró Diego de Montemayor cuando enterró cruz y espada frente a los
ojos de agua de Santa Lucía y redactó el acta fundacional de la ciudad en 1596.
Los mismos cerros que estarán ahí muchísimos años después de su muerte y fascinarán a quienes aún no han nacido, pero por ahora el negocio de Livio no es la
eternidad de las montañas sino la vocación siempre mutante de la urbe.