Creo que nunca en mi vida adulta había pensado tanto en El Principito como
en este otoño triste. Los atardeceres irrumpen con premura, el viento llega
cargado de mensajes y yo pienso que el sentido de lo que verdaderamente importa
en esta vida yace en el diálogo entre El Principito y el zorro. “No era más que
un zorro, semejante a cien mil otros, pero yo lo hice mi amigo y ahora es único
en el mundo”. Nuestro zorrito se llama Canica, es única e insustituible en el
universo y en estos días está diciéndonos adiós. De un momento a otro
toda nuestra energía está concentrada en salvarla o en alargarle la vida aún a
sabiendas de que la batalla está perdida. Durante todos estos meses, aun cuando todo su cuerpecito parecía ser un
campo minado, ella se las arregló para continuar disfrutando de la vida. Siguió
siendo terca y puntual para exigir sus paseos al amanecer y al caer la noche y
su nariz seguía peinando cada rincón del parque con renovado interés. Mantuvo
su papel de guardiana inflexible de la casa y no dejó de bailar de emoción en
las tardes de carne asada, sin duda el favorito de sus rituales familiares. En
la frontera entre el verano y el otoño un nuevo padecimiento irrumpió en el
escenario cuando su útero se infectó, sin que el cáncer dejara de avanzar al
tiempo que sus riñones se debilitaban cada vez más. Canica ha dejado de comer
por sí misma, la alimentamos
sambutiéndole la comida hecha papilla a través de una jeringa y pasa buena
parte del día conectada al suero. Hoy al amanecer tuvo la energía para dar un
paseo al parque, acaso el último de su vida. Sus ojos no han dejado nunca de brillar y desde una
región límbica aún nos sigue con la mirada.