Las luces de las torretas y el coro de aullidos guiaron al taxista hasta las cercanías de la casa. Los vecinos no exageraban: la cacofonía canina se escuchaba a varias cuadras de distancia y aquello era en verdad desquiciante. Una multitud de mirones abarrotaba la calle. El taxi, que pagué con mi cartera sin esperanza real de reembolso, me dejó a unos 300 metros del lugar de donde suponía provenían los aullidos. Era una vieja casa, al final de una calle cerrada, donde solo se apreciaba un enorme portón metálico carcomido por el óxido y el salitre. Cámara en mano me abrí paso entre la gente. Al parecer yo era el primer “reportero” en arribar al sitio. Antes de hacer preguntas disparé tres veces la cámara tratando, sin mucho éxito, de enfocar la casa y las patrullas.
Sunday, October 06, 2019
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