límbica esencia de enero
No hay calzón, por rojísimo que sea, capaz de conjurar la esencia límbica del 1 de enero. No hay ritual ni exorcismo efectivo contra la carne resacosa de este día y su afán por mostrarte el más mórbido rostro del Eterno Retorno. Harto conocida la sensación de apostar por purificaciones y nuevos comienzos e incurrir en la patraña del borrón y cuenta nueva, el risible e infructuoso afán de ser otro. Limpiar el cuerpo y la mente de tantísima mierda. El más ordinario, odioso y predecible de los propósitos: ocuparse del lastre anatómico que a cuestas cargo, esa tóxica materia en expansión donde toda la decadencia se engalana petulante y desparpajada. El puto cuerpo monserga, con sus bostezos, sus retortijones y sus bramas. Extirpar de las profundidades a la otredad amodorrada, fundirse en un vómito largo, en un fraudulento ritual de sanación; dejar zarpar bicéfalas aeronaves condenadas a encallar en nuestro litoral de arena movediza.
Inicio el 2019 revisando viejos borradores yacientes en un folder de la embajada del Reino Unido, pura mostrenca pedacería que jamás conoció punto final y que pese a todo y contra todo (y sin falsa modestia de por medio) no está tan pésimamente escrita como imaginaba. Hay incluso porquerías rescatables de aquellos tiempos en que burdamente intentaba imitar a Élmer Mendoza y a Mario Bellatin, desparramaderos tecleados e impresos en las computadoras de El Norte y el ancestral Frontera que hoy a medias puedo leer como si otra persona las hubiera escrito. ¿Hay evolución? No mucha, para ser honesto. Tal vez la única diferencia fueron las dosis de atípica y hoy muerta disciplina que conseguí allá por 2014-2015.
Paseo por todas las entradas de blog correspondientes al 1 de enero. Pan con lo mismo sin apenas variaciones: purgatorios teporochos, enmiendas condenadas al aborto, desiertos invernales. Por lo demás, la terquedad del propósito es recurrente: además de la urgencia por asesinar al mórbido marrano que se apoderó de mi anatomía, está la de inyectar una dosis de orden al cuervo de la dispersión, enfilar mis mil lecturas-legrado, mis desahuciados arranques de narraciones condenadas a la fosa común de los embriones. La Virgen Cabeza, Mircea Catarescu, Yuval Noah y sus lecciones, el peixoteano Cementerio de pianos y la lenta agonía del comisario Croce.
No hubo reloj de antaño como de año en año , ni uvas podridas ni cuenta atrás. El 2019 empezó de la peor y más predecible forma posible, un infierno al que ya le gusta ataviarse con el traje de lo ordinario. El que tiene todas las chances y los méritos para aspirar a ser el peor año de nuestras vidas no ha hecho desmerecer los pronósticos. Por ahora los apostadores no pueden hablar de sorpresas. Hell awaits, perora Slayer. Siniestra luz desnuda del 1 de enero, despertar a media mañana con la canción del viento de Santa Ana, heraldo de los puertos en el Aqueronte donde se renovarán naufragios, la intuición de una temporada en el infierno que amenaza con ser larga. Las letras ya no son redentoras y mis vírgenes lecturas son analgésicos caducados, falsas promesas de escape, el siempre interrupto sueño de fuga. Distribuyo el caos eterno de la biblioteca solo para reparar en la desgraciada naturaleza de mi literario santoral, toda esa pordiosera vocación de ángeles del fango, derrumbes y atormentados de toda ralea, hormonales suicidas, aferrados insomnes: Pizarnik, Roth, Berlin, Poe. Death walks behind you. A esos árboles me arrimo.