De migrantes, gratitudes y guajolotes
Había una vez unos migrantes pobres y hostilizados que huyeron de su país y se hicieron a la mar con rumbo desconocido en busca de una suerte de tierra prometida en donde poder prosperar. Un helado día de otoño llegaron a una rocosa costa en Massachusetts en donde encontraron pavos salvajes y algunos nativos que los miraban con curiosidad. Esa noche los migrantes pobres comieron guajolote con los indígenas y agradecieron a su puritano dios por haberles dejado llegar con bien a ese terruño. La acción de gracias se prolonga hasta nuestros días. Lo demás es historia. En los tres siglos siguientes la tierra prometida fue poblada por millones y millones de migrantes: ingleses, irlandeses, escoceses, holandeses, alemanes, chinos y muchísimos mexicanos que ya vivían ahí antes de que el Tratado de Guadalupe-Hidalgo trazara con sangre la cicatriz del Río Bravo en 1848.
Esta noche los habitantes de esa tierra prometida comerán su guajolote y darán gracias al cielo por los dones recibidos en tan próspero país. También comerán los miles de soldados de la Guardia Nacional y agentes de la Patrulla Fronteriza que hoy resguardan la frontera para que otra horda de migrantes pobres y hostilizados no entre por la fuerza a su tierra prometida. Lo sentimos mucho, pero no hay guajolotito para todos. Cuestión de timing. Los hondureños llegaron tarde a la fiesta. Ya no hay
nativos con cara de incredulidad ni pavos salvajes listos para ser comidos, sino un muro y un chingo de tanquetas preparados para darles una bienvenida de mil amores.
Cuando firmamos nuestra Acta de Independencia de 1821, Honduras Y Guatemala eran parte de México. También lo eran Texas, California, Arizona, Nevada y Nuevo México. Pudimos ser el imperio más grande y poderoso de América pero también pudimos ceder a la tentación secesionista y fragmentarnos en un montón de republiquitas miserables como le pasó a Centroamérica. La historia de lo que pudo haber sido es tan seductora como escalofriante.
A veces me pregunto cuánto tiempo perdurará el estado nacional como la figura jurídica determinante de la geopolítica mundial. Tal vez cuando el planeta se divida en mortales y amortales, en homo sapiens y cyborgs (Yuval Noah Harari dixit) la división por nacionalidades dejará de importar demasiado. Entonces habrá otro sistema de castas (acaso más tajante, cruel y radical) para dividir a la humanidad. Por ahora lo que nos divide es nuestro pasaporte, como una suerte de marca de la bestia. No será eterno, pero por ahora es lo que hay.
Este conflicto migratorio-diplomático llega en el peor momento posible. Odio el espíritu de esta época, este mórbido zeitgeist que ha derivado en una conferencia de sordos, un monólogo de intolerantes. Trump se regocija, pues las hordas del caos legitiman su discurso de odio y le abren el caminito a la reelección hacia donde marcha en caballo de hacienda. Las autoridades de Baja California hacen lo que mejor se les da: esconder la cabeza como avestruces, fingir que no pasa nada, rezar para que las cosas se resuelvan solas, eructar la peor estupidez posible, gobernar con las patas. Nuestros parodiables nazis tijuanos hacen su ridícula pasarela sin mirarse la puerca cola, mientras los chairos y los políticamente correctos se regodean en su perorata hipócrita y en su pose de mártires, esperando a que su retrógrada tlatoani tabasqueño convoque nuevas consultas (bastaría con que cada chairo hocicón invite a un centroamericano a dormir a su casa para que se solucione el problema). Mientras tanto las armas ya están cargadas y las garitas a un suspiro o a un twit de cerrarse. Así encontré Tijuana a nuestro regreso de Ecuador en este sagrado jueves de gratitud. En fin, vamos sazonando el guajolote. Es tiempo de dar gracias.