Saudade del juez es como suelo llamar a este sentimiento. Irremediablemente me asalta cuando estoy ante una pila de manuscritos engargolados a los que debo evaluar como jurado de algún concurso literario, sabedor de que la gran mayoría irán a la basura y nunca tendrán una oportunidad real de trascender. Veo el montón de papeles y al menos por un instante creo palpar la ilusión y el delirio yacientes en cada uno de ellos. Hay no pocos trabajos que desde su primera página revelan desparpajo lo inevitable de su naufragio y basta leer unos cuantos párrafos para saber que ni con un derroche de tolerancia y condescendencia se podría hacer algo por ellos. Aun así, nunca pierdo de vista que hasta el más timorato e inocentón de los participantes inscribe su trabajo con la esperanza real de poder ganar y ver su borrador publicado. Tal vez sea real aquello de que aún el más tonto y fallido de los escritores conoce al menos por unos segundos esa ráfaga orgásmica derivada de la entrega total al acto creativo.
¿Por qué en un mundo infestado de por miles de alternativas de evasión, un joven sigue apostando por escribir? ¿Cómo es posible que para un nativo digital siga teniendo sentido invertir largas horas de su hormonal vida en dar forma a una historia construida únicamente con palabras? Nunca pierdo de vista que el mundo de los adeptos a la literatura es chiquitito e insignificante en comparación con lo descomunal de ese universo integrado por quienes nunca han leído ni leerán un libro en sus vidas y para quienes la palabra escrita es monserga pura. Lo increíble es que aún dentro de nuestra insignificancia, sigo creyendo que son muchísimas las personas que desean o han deseado escribir un libro alguna vez en sus vidas. Seres cuyo historial y forma de vida nada tienen que ver con lo literario, se sienten alguna vez inclinados a recurrir a las palabras para intentar liberar alguna obsesión y convertir en arquitectura prosística un deseo oculto o un quebranto no resuelto. Las palabras están ahí, listas para ser moldeadas y acomodadas de la misma firma que la arena en una playa está a disposición de quien quiera ponerse a construir un castillito. Por fortuna a los gobiernos aún no se les ocurre cobrar un impuesto por el uso de ese bien comunal llamado lenguaje.
¿Por qué escribir? Ante todo, por el puro gusto de hacerlo. Aunque profesionalmente sea mi forma de vida, sigo creyendo que la escritura, al igual que la lectura, son un fin antes que un medio. Si la escritura como acto deriva en una forma de catarsis, entonces ha valido la pena intentarlo aunque las palabras escritas jamás vayan a encontrar quien las lea. Yo durante años escribí sin pensar siquiera en buscar algún lector y aún a la fecha sigo garabateando cantidad de párrafos de caligrafía indescifrable cuyo único destino es perderse de mis libretas.
Cuando el acto mismo de la escritura representa el final del viaje, uno puede blindarse contra la decepción. Lo triste es cuando aparece el muy legítimo y comprensible deseo de trascendencia, fuente de tantos naufragios y desdichas, matriz de la saudade que me envuelve cuando una vez emitido el fallo (y en esta ocasión el premio fue declarado desierto) tengo un instante de duda antes de arrojar los manuscritos a la basura.
Wednesday, June 13, 2018
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