Muy a menudo me preguntan qué tanto influyó en mi abuelo en mi formación. Hoy que se cumplen doce años de su muerte reparo en la omnipresencia de su legado. Creo que donde su herencia es más notoria es en la manera obsesiva y pasional de ser lectores y atesorar libros. Me reconozco en él en la forma de perderse en una librería, pasar horas viendo ejemplares y salir de ahí siempre con algo bajo el brazo. Siento su esencia en esa abstracción zen que puede uno lograr cuando reacomoda los libreros o simplemente los contempla, sabiendo de dónde viene cada libro y qué rol ha jugado en nuestras vidas (aunque su biblioteca era diez veces más grande que la mía). Lo siento en la gracia de poder vivir perpetuamente distraídos con la mente volando siempre lejos.
Nunca alcanzó a leer un libro mío y seguro estoy que no le habrían gustado (no lo culpo) pero se sentiría contento de saber que estoy entregado a mi vocación, pues fue algo que me remarcó hasta los últimos momentos. Hasta en su lecho de muerte, esas fueron sus palabras: sigue tu vocación.
Aunque la cosmovisión pueda ser distinta, la semilla y el cimiento son los mismos. Cuando lo releo puedo experimentar y palpar las emociones que sentía frente a Cervantes, Kafka, San Agustín o un poema sublime. Heredé la pasión intelectual pero no la disciplina ni la rigidez de pensamiento. Él cuidaba su cuerpo, su aspecto y su alimentación y yo (obvia decir) soy un desbarrancadero. Me heredó la curiosidad, la sed de saber y el signo de interrogación como mantra de vida, aunque al final él tenía una última certeza y yo soy más feliz teniendo dudas. Él creía en la causa única y a mí sólo me da para aceptar la caprichosa aleatoriedad y el absurdo como norma existencial.
También me queda por legado el dedicarle tantas horas de pensamiento a la muerte y su metafísica. Algunas herencias son irrenunciables.
Sunday, January 14, 2018
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