El rompecabezas de Vicente Alfonso- Por Daniel Salinas Basave
¿Cómo trabaja exactamente el diseñador de un rompecabezas? ¿Cómo confeccionar y después fragmentar un gran cuadro para transformarlo en pequeños señuelos dispersos y aparentemente inconexos? ¿Cómo desafiar al lector a que vaya reuniendo mostrencos pedazos hasta conseguir el armado total de la obra? Pregúntenle a Vicente Alfonso. Huesos de San Lorenzo es la novela-rompecabezas por excelencia. Intuyo que el narrador lagunero trazó la trama, la ruta y la cartografía de su historia para acto seguido desmembrarla e ir ocultando piezas. Podríamos decir que Huesos de San Lorenzo es una novela sobre la dualidad de la identidad y el lastre de dudar sobre el propio origen. Una tumba sin cadáver y la hermandad gemelar de Rómulo y Remo Ayala transformada en un perpetuo conflicto a lo Jekyll y Hyde, un siniestro juego de sombras. Diversas mitologías, desde la griega hasta la náhuatl, narran leyendas sobre hermanos gemelos de temperamentos contrastantes. Castor y Pólux, Rómulo y Remo, Hera y Zeus son los ejemplos más célebres de una dualidad que ha obsesionado a la humanidad a lo largo de los siglos y en torno a la cual se han tejido los más oscuros mitos. El mismo Vicente Alfonso creció como hermano gemelo y algo sabe de dualidades. También sabe de expedientes judiciales y de los enigmas de un desierto coahuilense habitado por huesos y fantasmas que impregnan las páginas de su obra. Podría concluir que Huesos de San Lorenzo es un norteñísimo thriller, un laberinto sembrado de misterios construido con hábil mano de relojero, sin embargo, yo prefiero leer la obra de Vicente Alfonso como una novela sobre los mil y un rostros de la realidad. “La verdad perfecta es una duda”, escribió Vicente en Partitura para mujer muerta, su anterior novela. En Huesos de San Lorenzo la declaración de principios parte desde la primera página: “La realidad es una; sus lecturas infinitas”. Ese concepto es el centro neurálgico de la historia. La realidad, aún en el más ordinario entorno, es inasible. Los recuerdos son adictos a las fábulas y suelen jugar bromas pesadas. El hecho más simple puede ser contemplado por miradas contrastantes y narrado siempre desde muy distintos ángulos. La endiablada habilidad de Vicente Alfonso radica en la capacidad de sostener entre sus dedos los casi invisibles hilos que tejen la trama sin que la historia se le desbarate como castillo de arena. No es fácil abrir y sostener tantos frentes en una novela. Desde las primeras páginas sabemos que uno de los gemelos cometió un asesinato y después, en una sesión de psicoanálisis, brota el torturante recuerdo de un crimen a cuatro manos. Hay un misterioso incendio en un colegio Jesuita mientras se proyectaban furtivamente películas pornográficas y una niña milagrosa rondando por el camino de Parras a Viesca. Hay referencias históricas al origen de los hermanos siameses, a la vocación de comuna anarquista que en su fundación tuvo Topolobampo, a la matanza de San Ignacio Río Muerto y a la Liga 23 de septiembre. Una novela exigente, desafiante, que hace del lector un cómplice. Al final del camino, debo confesar que esta complicidad ha sido mi mayor aventura literaria en esta primavera.