El ataúd de arena donde yace Bancalari Por Daniel Salinas Basave
La ciudad de La Paz nos narra la historia de su propio poeta maldito, heredero de la estirpe de Lautreamont y Mario Santiago Papasquiaro. Un poeta precoz, delirante y aferrado, con prisa por arrojarse al abismo. Su nombre es Víctor Bancalari y murió hace más de dos décadas, a los 35 años de edad. Confieso que nada sabía yo de Bancalari y su obra hasta que en el pasado Festival de Literatura del Noroeste, Sandino Gámez nos compartió el recién editado volumen Sin nada Víctor tú estás. Este libro, editado por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura con el apoyo de Antonio Sequera Meza, albacea literario de Bancalari, reúne poemas, narraciones y críticas del Rimbaud paceño y funge como una suerte de herencia tardía de un creador al que la vida parecía arderle. Además de poemas y relatos breves, el compilado incluye una entrevista ficticia e incluso los fragmentos de dos infructuosas intentonas de novela. No faltan tampoco ácidas críticas a la burocracia cultural y no pocos dardos envenenados contra políticos de su entidad. Hay crónicas urbanas, párrafos que coquetean con el aforismo y claro, unas cuantas estrofas dedicadas a su poeta-espejo e ineludible punto de referencia, Arthur Rimbaud. Sin nada Jean Arthur tú estás, concluye Víctor, sin intuir que el epitafio nombraría su libro póstumo, publicado 20 años después de su muerte. Con la errante mirada de quien vuela en otros mundos y dueño de una delgadez que rayaba en lo enfermizo, Bancalari pareció empeñado en representar paso por paso el modelo de vida que uno espera de un creador con vocación de ángel caído. Hijo de una familia de la clase alta paceña, Víctor creció en una vieja casona en las calles de Bravo y Serdán. Amante de la cultura romana, compulsivo lector de Wilde y de Borges y explorador de la noche peninsular, Bancalari construyó sin quererlo su propio personaje de ficción. En desorden leo el libro que me ha dado Sandino y encuentro una obra precoz, compulsiva, desordenada, escrita con el atropello de quien tiene apuro y sabe que no hay demasiado tiempo. Una obra por momentos inocentona, que en algunos párrafos apesta a espíritu adolescente y que en otros parece decidida en demostrar que más allá del delirio hay una buena dosis de erudición y un respetable kilometraje de lecturas. Más allá de la vocación errabunda, descubro en Bancalari a un conocedor de historia antigua y literatura clásica. El mejor libro del escritor que muere joven es la historia de lo que pudo haber sido, la eterna interrogante sobre la tinta que esa pluma pudo desparramar si le hubiera sido dado vivir más años. Los amigos se dan a la tarea de recoger papeles dispersos, diarios garabateados y poemas de servilleta para editar la obra completa de la promesa incumplida y empezar a construir su leyenda. El sueño de su sinrazón produjo monstruos: un pterodáctilo borracho llamado Ibor habita en las cúpulas del Kremlin y deleita a los zares; un gran pez devora una campana de cristal con un obispo-buzo dentro y una niebla pestilente cierra sus pestañas blancas. Ataúdes de arena, dioses que escupen cada tres pasos, viejos ídolos transparentes, agua podrida. Es mejor consumirse que dormir oxidado, dice Neil Young y Bancalari parece haber seguido al pie de la letra el mantra.