Por herencia queda el tiburón tigre cuya aleta broto siniestra y majestuosa a la orilla de una improbable playa rosaritense donde había estilo, bohemia y parafernalia típica del buen comer hispter. Un Rosarito inexistente a donde llegaba antes del alba tras una embriagante duermevela en una casa playera. La aleta irrumpió y de la nada aterrizó en la arena el escualo, boqueante y temible, feroz en su periplo de moribundo. Tiburón tigre, inconfundible, negro sarpullido sobre el gris azulado y ojos de quien nada sabe de tocarse el corazón. Tiburón tigre, divino mocha piernas, aerodinámico hijo de puta exactamente de mi estatura, mordiendo al aire y a la vida mientras yo, por supuesto, pensaba en salvarle la vida, en devolverlo a la ola surfa aún a costa de mi mano moridida. Y volvió el escualo, o lo hicimos retornar, y todo quedó en otra aleta onírica, en ese Pacífico mío siempre tan dadivoso cuando de soñar se trata y la verdad es que con tanta pinche aleta de selacio y cetáceo flotando en los abismos oceánicos de mi piche subconsciente, ya no sé si aluciné aquella figura negra que saltó del lejano mar en la tarde de un viernes bajo 40 grados. Tengo mis duermevelas infestadas de fauna marina.
Sunday, September 13, 2015
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