Cuando las tardes se tornan fantasmales, las islas son tan solo intuiciones, sombras de monstruos emergiendo de los abismos oceánicos. El horizonte hace trampas y juega bromas pesadas, pero las sombras siguen ahí, en acecho permanente. La tarde oscura agoniza en el vientre del océano y tus ojos se aferran a unas bestias cada vez más cercanas a la costa.
Cuando la niebla es ama y señora (inflexible tirana invernal frente a cuyo régimen totalitario no hay resquicio de resistencia) las islas simplemente desaparecen. Acaso optan por exilios temporales o repentinas fugas. De ser intuición pasan a ser recuerdo. Las islas son cuerpos de vapor que se han diluido en el horizonte, mundos de leyenda tragados por el océano. Las islas como Atlántidas que acaso nunca existieron, mentirosas nostalgias por lo nunca ocurrido. Las islas se han ido o acaso nunca estuvieron.
Y de pronto ellas vuelven, irremediablemente vuelven y reparas entonces en que los mismos atardeceres han desfilado un millón de veces frente a esta playa y que de no ser por los dos tres barcos no invitados a la foto, la imagen de ese ocaso sería idéntica a la del paleolítico e idéntica a la del atardecer cualquiera que irrumpirá a cien años de tu muerte, cuando de ti no quede ni siquiera algo que se asemeje a la sombra de un recuerdo, un resquicio de huella o brizna de polvo delatora de tu paso por la vida. Y ellas estarán ahí, asaltando las fantasías de quien hoy no ha nacido y los soles se desparramarán hacia el Oriente
Tuesday, December 02, 2014
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