Tijuana, como el París de Hemingway, era una fiesta en los idílicos años veinte, cuando el puritanismo de Wilson y su Ley Volstead secaron las gargantas de millones de estadounidenses. Ríos de alcohol y dólares triplicaron la población de la ciudad fronteriza en sólo una década. Las crónicas de la época hablan de la barra más larga del mundo, rebosante de Cerveza Mexicali, de un puente tambaleante apodado la marimba que se caía cada cierto tiempo con las crecidas del río y de un mítico casino y su alberca que enamoró a Rita Hayworth. Los historiadores se han enfrascado en encarnizados debates en torno a la sangre derramada en 1911 y hasta la fecha no nos ponemos de acuerdo en si aquello fue un heroico movimiento anarquista de liberación proletaria, una invasión filibustera o una intentona secesionista. Mucho se ha escrito sobre el viejo hipódromo y el Foreign Club, consumido por las sospechosas llamas en 1916; sobre la Avenida Olvera y su fiesta que no acababa nunca; sobre una Sodoma idílica cuya negra leyenda nos persigue como sombra y cuya abundancia perseguimos como un edén perdido. Leo y releo esas crónicas y me entero de la existencia de un bizarro circo que enfrentaba a un toro con un oso y de un tranvía que debía ser empujado y volteado en dirección norte por pasajeros borrachos que salían de perder su dinero en las apuestas. El problema es que ninguna de esas crónicas me aclara si en aquel naciente villorrio había alguien que se dedicara a vender libros y si había alguien interesado en comprarlos y leerlos. En medio de ese río de alcohol y sexo ¿había alguien que se tomara el tiempo de entregarse a la lectura? A Humberto Félix Berumen se le agradece el que se haya preocupado por indagar sobre los orígenes de la creación literaria en Tijuana y aunque siempre hay un as oculto bajo la manga del tiempo, parece haber consenso a la hora de designar a la moralista y rosa Tijuana In de Fernando de Corral, alias de Hernán de la Roca, como la primera novela escrita en Tijuana y que tiene a la ciudad como tema y escenario principal. Lo que suele suceder en todo el mundo cuando de historias de literatura se trata, es que los personajes principales de dichas investigaciones son las obras literarias y sus autores. Poco o nada sabemos de esos otros personajes que hacen posible la consumación del milagro literario: los lectores, los libreros, los editores. Sabemos que se publicó una novela en 1932 pero no sabemos casi nada sobre sus posibles lectores, si es que los tuvo. ¿Cuánta gente leía en la Tijuana de 1932? Lo cierto es que ni siquiera en el “culto” y “letrado” centro del país la gente leía demasiado.
Hay que considerar que el Territorio Norte de la Baja California era el punto más alejado del centro de una república que en tiempos de la Revolución no era precisamente la Atenas con la que soñaba José Vasconcelos. Con cerca de un 78% de analfabetos, el país que albergó la primera imprenta de América no era un edén de bibliófilos. De acuerdo con los datos históricos compilados por Inegi, en 1900 sólo un 22.3% de la población sabía leer y escribir en México. En tiempos del porfiriato, con todo y personajes de la estatura intelectual de un Justo Sierra, la lectura era un acto muy poco frecuente en este país. Había, sí, una casta de catrines demasiado refinados para leer en español. Sus libros de filosofía positivista y sus novelas de Víctor Hugo y Balzac eran leídas en francés. Había también una masa de millones de mexicanos que usaban calzón de manta y hacían fila afuera de las tiendas de raya en las haciendas que por supuesto, jamás en su vida tuvo en sus manos un solo libro. La gran campaña educativa emprendida en 1921 por José Vasconcelos logró revertir el analfabetismo en más de 15 puntos porcentuales en sólo una década, si bien el mayor avance se daría hasta los años 70, cuando se avanzó un 17% en la alfabetización llegando a tener en 1980 un histórico 83% de población alfabeta. Sin embargo, en la década de los veinte, cuando Tijuana empezó a poblarse en serio, México seguía siendo un país con una abrumadora mayoría de analfabetos y la gente que emigró a esta ciudad buscando la bonanza de la fiesta que no se acababa nunca y sus cascadas de dólares, no eran precisamente doctores en letras. Sin embargo, en la Tijuana de la leyenda negra hubo una primera librería. En su artículo De noche vienes, de día te vas, dime cultura en dónde estás, incluido en el libro Tijuana Senderos en el Tiempo, Pedro Ochoa habla de la existencia de una biblioteca en el Centro Mutualista Zaragoza, fundado en 1921, aunque las primeras dos librerías tijuanenses nacen hasta la década de los treinta. Según el registro de la Cámara de Comercio, el primer negocio dedicado a la venta de libros en Tijuana, fue la Librería y Agencia de Periódicos de Enrique Mérida, ubicada en un punto comercial privilegiado: calle Segunda y Avenida Revolución, justo donde ardía la ciudad. Existía también por aquel entonces (y existe aun) la Librería del Parque del profesor Antonio Blanco, justo en la esquina del Parque Teniente Guerrero y la avenida 5 de Mayo. A la fecha se dedica más a rematar revistas y periódicos viejos, además de vender dulces y chucherías. La existencia de esas librerías hace pensar, en palabras de Ochoa, en los primeros lectores de la ciudad “y no necesariamente lectores de libros de texto, porque los institutos educativos aun tardarían en llegar”. Fue hasta el final de la década de los treinta cuando surge la primera generación letrada en la ciudad, traída en parte por la inmigración española y que encontró su hábitat natural en el recién expropiado Casino Agua Caliente, bautizado por el Presidente Lázaro Cárdenas como Instituto Escolar Agua Caliente.
Wednesday, January 22, 2014
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