Decir que un reportero es alcohólico huele a pleonasmo, pero en el caso de Argemiro su afición a la bebida iba más allá de su vocación noctámbula y prostibularia y se convirtió en el típico reportero que guarda pachitas en el cajón de su escritorio para agarrar inspiración, algo que era a medias tolerado. En los diarios oficialistas de antaño había cierta tolerancia a que un reportero bebiera en su escritorio siempre y cuando sus notas se apegaran a la línea marcada. Era una suerte de privilegio de veteranía, me dijo Heraclio. Si a él en aquel entonces, en su condición de reportero novato, lo hubieran sorprendido bebiendo en la redacción sin duda lo habrían sancionado, pero con Argemiro había cierta tolerancia, pues se creía que unos cuantos traguitos de bacanora afinaban su inspiración. Además, la presencia de Argemiro en la redacción del Independiente era una suerte de símbolo o trofeo en su encarnizada competencia contra el Imparcial. Si bien la censura en las rimas contra los políticos era estricta, Argemiro tenía vía libre para poder versificar a gusto contra los dueños del periódico rival a quienes profesaba un feroz rencor, así que no había columna en donde Argemiro no les mandara al menos un recordatorio a sus antiguos patrones. Conforme fue adentrándose en la treintena, Argemiro fue ampliando el horario de su borrachera. Al principio sacaba su pachita al anochecer, cuando la redacción estaba ya medio vacía y solo permanecían reportero y fotógrafo de guardia acompañando a los editores de cierre. Un traguito a esas horas es lo más típico en los periódicos, pero Argemiro no se conformaba con eso y pronto comenzó a dar sus primeros sorbos a las cinco o seis de la tarde. Con el paso de los años la pachita de Argemiro comenzó a abrirse después del medio día, como una suerte de digestivo. Llegó el momento en que Argemiro aparecía en el periódico a la una de la tarde ya con unos cuantos tragos encima, dispuesto a seguir el maratón desde su escritorio mientras tecleaba su columna. El problema fue que Argemiro no era un borracho alegre ni cariñoso. Su espíritu malacopa y buscapleitos lo llevaba a provocar zafarranchos gratuitos en la sala de redacción, donde un par de veces acabó liado a puñetazo limpio con colegas que no aguantaron sus irreverencias. Cuando no había nadie que le siguiera el pleito, Argemiro simplemente se ponía a versificar a gritos desde su escritorio, improvisando coplas obscenas sobre los compañeros de trabajo. Sus escándalos llegaron a volverse un asunto tan cotidiano, que en la redacción ya nadie les presentaba atención. La pachita de aguardiente o mezcal barato que guardaba en su escritorio empezaba a hacer corto circuito en sus emociones alrededor de las seis de la tarde. Entonces Argemiro se ponía a improvisar rimas en voz alta sobre el personal de la redacción. No hubo nadie que se salvara. A mí me dedicó muchas, me dijo Heraclio. De mozalbete puñetero nunca me bajaba. Los versos insultantes ya no parecían ofender a nadie. Argemiro rimaba, peroraba, su voz retumbaba en nuestros oídos, pero ya ni siquiera ofendía. Ante la redacción los gritos de Argemiro hacían el efecto de los ladridos de un perro particularmente escandaloso.
Tuesday, January 21, 2014
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