APOLOGÍA DEL ZARRAPASTROSO-by Salinas Basave
¿Cómo carajos nacen los libros? Nacen como se les da la gana. Ojalá hubiera una fórmula. ¿Qué nace primero, el título o el contenido? Bueno, me sucede a menudo que tengo desparramaderos de palabras casi terminados a los que no tengo ni puta idea sobre el título que debo ponerles y me rompo la cabeza durante semanas sin que se me ocurra un nombre. En contraparte, a veces me sucede, como hoy al medio día, que se me ocurre un título y digo, pues a partir de esto hay que comenzar con algo. Hoy, mientras manejaba sin música a recoger a Iker, pensé q ue mi destino irrenunciable es escribir un ensayo que se llame Apología del Zarrapastroso o Elogio del Zarrapastroso. Creo que si hay algo que me define y me ha definido externamente a lo largo de la vida es la vocación fachosa y desaliñada, así como mi repudio o toda manifestación de formalidad. Mi primer personaje literario, alter ego y heterónimo, se llamó Zarrapaztrozo. Creo que además de cuentos y novelas, el Zarra, o su concepto, se merece un ensayo con su irreverente dosis de filosofías de teporocho ilustrado.
Entre mil y un porquerías confinadas en el cajón de tu buró –todas ridículas, estorbosas e inútiles- yace una larga mata de pelo envuelta en papel aluminio. En ese museo del fetichismo y la nostalgia trasnochada en donde nada en absoluto tiene alguna utilidad práctica, la greña mostrenca juega el rol de joya de la corona. El reino de lo obsoleto se integra por viejas tarjetas de gente a la que nunca llamarás, morralla extranjera en desuso y boletos de partidos o conciertos del siglo pasado. Hay también algunas medicinas caducadas con las que quisiste conjurar insomnios y dolores de oído, un reloj despedazado y un par de collares de cuero que no has usado en una década. Podría aclarar que sobre ese mismo buró, junto a la lámpara que invariablemente enciendes a las tres de la mañana para leer en duermevela, hay un altero de entre doce y quince libros siempre a punto de derrumbarse. Debería aclarar también que de esos doce o quince libros, sólo das lectura regular a tres o cuatro, en el entendido de que la duermevela no es en ti algo esporádico, sino cosa de todas las madrugadas pues no eres capaz de juntar cuatro horas seguidas de sueño, pero no estamos hablando de tu bibliofilia enferma ni de tu crónico mal dormir, sino del amasijo de inutilidades que almacenas en tu mesa de noche. Suponiendo que alguien prendiera fuego a tu acervo de estorbos e inmundicias (créeme que tu esposa se muere de ganas de encender esa lumbre) y te permitiera salvar solo uno de los objetos que ahí almacenas, puedo apostar doble contra sencillo a que salvarás tus pelos ridículos por encima de las coronas islandesas o el boleto del partido Tigres vs Celaya. Lo salvarás porque ese pelambre es la reliquia de una época que atesoras e idealizas con insoportable nostalgia cuarentona. La mata en cuestión fue cortada la mañana del 18 de diciembre de 1996 casi al final de un periplo mochilero. Aquella mañana intuiste tu arribo al final de una época en que te era dado llevar el pelo largo. Con todo tu pseudoanarquismo a cuestas, sabías que al poner punto final a ese viaje estarías entrando ahora sí oficialmente a la edad adulta y preferiste celebrar en soledad y en total independencia el funeral de tu pelo, antes de subir al Greyhound que te llevaría rumbo a las cadenas de la madurez. Imaginaste lo humillante y deprimente que sería meter tijera a las prisas, horas antes de una entrevista de trabajo, así que preferiste oficiar el ritual de inmolación de tu juventud en una peluquería de Nueva York, donde por 20 dólares (oro molido esos tiempos mochileros) una estilista rusa puso fin a un cuatrienio greñudos. Lo que tal vez no imaginarías es que 18 años después, al abrir ese cajón e inspirarte para desparramar estas incoherencias, estarías tan matudo y sin oficio como en ese añorado 96.