Es gracias a este ritual de amaneceres que mi mundo vuelve a girar. Impregnar los pulmones con el olor del grano, tomarlo en puños, sentirlo vivo y aceitoso en las manos. El choque de las aspas moliendo granos es el primer ruido en romper el silencio del alba. Después hervir el agua y derramarla dentro de la jarra-prensa, donde yacen en comunión los granos recién molidos. Dejar que el humo bañe mi cara; menear, aplastar e impregnar la casa con el olor del mágico elixir recién preparado. Este olor es la encarnación del Eterno Retorno, el combustible que hace funcionar el engranaje de las ideas. Hay un café humeante dentro de mi taza y la vida vuelve tener sentido. El primer sorbo alinea pensamientos y palabras mostrencas. Las cosas están en su sitio y un café tan negro como mi alma ya recorre mis entrañas. Sólo entonces declaro comenzado un nuevo día.
A estas alturas de la existencia, cuando ya he dejado atrás tantas infructuosas formas de hedonismo, puedo declarar que después de la palabra escrita, el café es la droga más potente. Puedo pasar meses sin una gota de alcohol en la sangre; de hecho cada vez bebo menos y apenas queda una mínima nostalgia por los vinos del ayer. El cigarro nunca fue lo mío y en comidas puedo ser el colmo de lo austero, pero el café no debe faltarme. Lo peor es que la adicción va a la alza con la edad. Preparo y bebo en promedio tres jarras al día, dos por mañana y una por la tarde y obsesivo como soy, suelo beberlo siempre en las mismas tazas. El café humea, las palabras huyen prófugas por la estepa del papel en blanco y la vida me jura tener sentido. DSB
Thursday, September 26, 2013
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