Existen minutos, - de inspiración o infortunio- capaces de condicionar, definir o marcar para siempre una vida. No importa si la vida en cuestión dura cincuenta, ochenta o cien años. Da lo mismo. Cada día o cada década de esa existencia serán esclavos del minuto fatal o el minuto de gloria, marcados a hierro ardiente por ese abrir y cerrar de ojos que torció, sepultó o encumbró un camino. Los creyentes en la omnipotencia de un destino irrenunciable trazado por dioses caprichosos, dirán que nada podemos hacer para escapar a ese minuto. Hay una voluntad superior que así lo ha definido y nosotros, pobres juguetes de la deidad, debemos resignarnos y someternos a sus designios. En cambio, los defensores de la aleatoriedad dirán que todo es posible en el caos y que si a caprichos vamos, ningún dios iguala a las leyes de la improbabilidad y sus azarosas combinaciones.
Por supuesto, los promotores de la cultura del esfuerzo y la superación, dirán que todo en la vida es consecuencia de lo que se hace o deja de hacer. La perseverancia, la tenacidad y la paciencia obtienen su recompensa tras años de esfuerzo, de la misma forma que la irresponsabilidad, la desidia y el vicio prolongado acaban por cobrar factura irreversible. Esos mantras suelen ser efectivos en manuales de superación personal. La realidad es que somos hijos del caos, no del orden, y casi todo lo que es trascendente o digno de recordarse, ocurre en instantes de lo más fugaces. De hecho todos nosotros somos producto del non plus ultra de lo improbable y aleatorio, como lo es el solitario espermatozoide entre millones que logró fecundar al óvulo materno. Dejemos los debates teológicos para después: la primera gran lotería de nuestra vida es nuestro origen.
Wednesday, April 03, 2013
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