Nada, en efecto, volvió a ser igual. Veintisiete días después de la noche de gloria en Bari, estalló la guerra. Aquello no era ya una pelea de aficionados ebrios rompiendo cabezas con cachiporras. Era la secesión, un grito de independencia eslovena que debía ser combatido a sangre y fuego por el ejército popular yugoslavo. La frontera por donde hacía menos de cuatro semanas habías cruzado a tu regreso de Italia se pobló de tanques y soldados. Esos putos eslovenos se sentían europeos millonarios y se creían que por los dólares que les dejaban unos cuantos turistas se podían permitir rechazar a Yugoslavia. Aquellas primeras semanas se habían diluido en las mil y un cervezas de la parranda interminable por la copa europea y el mejor remedio para una resaca que se antojaba de antología, fue volver al campo de tiro a disparar el AK-47. Arkan fue liberado el 14 de junio y de inmediato volvió a Belgrado. Se reunió con ustedes una madrugada. En su bienvenida hubo abrazos, pero el licor brilló por su ausencia. Aquello no era una fiesta. Era su primera reunión de cuarto de guerra. Había sonado ya la hora de los fusiles de asalto, el tiempo de desempolvar los tanques de guerra para aplastar a los traidores.
La guerra en Eslovenia duró apenas diez días y esos maricones de mierda se salieron con la suya cuando proclamaron su república independiente. Tú y tus amigos recibieron la noticia entrenando en el campo de tiro y lo primero que Arkan les dijo, es que ahora menos que nunca podían bajar la guardia. Eslovenia era solo el comienzo. El verdadero problema eran los nazis croatas. Por aquellos días el futbol y las mujeres brillaron por su ausencia en sus charlas. Solo se hablaba de estrategias en combates aun imaginarios, de armas de alto poder, de helicópteros cazadores. Ustedes no eran los únicos. En los diarios, en la radio, en los cafés y en los bares todas las charlas desembocaban en el conflicto. Los primeros calores de aquel verano encontraron una ciudad tensa. El sudor apestaba a guerra.
Con el otoño llegaron las nuevas ráfagas de metralla. Arkan tuvo razón: el centro de la rabia estaba ahora en Croacia y hasta allá debían trasladarse. Apenas tuviste tiempo de despedirte de tus padres, a los que para entonces apenas y veías. Te marchabas a trabajar, dijiste, aunque no tenías claro a dónde. Te limitaste a decir que era una misión especial, un encargo de la mayor importancia del que ya tendrías tiempo de hablar en el futuro. Tu última vez en Croacia había sido aquella tarde de la batalla afuera del estadio de Zagreb. Ahora volvías, ya no como un aficionado rudo dispuesto a defender la bandera de Estrella Roja, sino como un soldado. Un soldado invisible que en teoría ni siquiera existía, pues ni Arkan, ni tú, ni tus amigos formaban parte del ejército regular yugoslavo.
Monday, March 04, 2013
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